¿Qué experiencia de oración podemos esperar en los retiros espirituales del clero?

Las formas de orar ponen de manifiesto qué visión tiene el orante de sí mismo, quién es Dios para él, cuál es el lugar del prójimo en su vida y de qué manera se percibe unido a la creación

Así sucede en el itinerario del arte de orar. Aprendemos muy temprano a ‘ir a la playa’, cuando nuestros padres nos ponen delante de Dios gracias a una imagen religiosa y nos enseñan las primeras plegarias

No es suficiente con subirse a esas barcas con la lectura de sus obras. Es necesario detener la barca en algún momento, y desnudos, lanzarse al océano para sumergirse en sus profundidades para ser ‘tragados’ por sus aguas

Si se entiende la oración como el encuentro entre dos: la indigencia del orante, con la riqueza de Dios, la oración está llamada a evolucionar hasta transformarse en la experiencia de unidad con Dios

El Sr. arzobispo de Cali, mons. Luis Fernando Rodríguez Velázquez, a propósito de los retiros espirituales con su clero, el pasado 2 de julio ha publicado en la página de la Conferencia Episcopal una reflexión titulada “Los Retiros Espirituales”. Con aguda sencillez nos deja unas palabras que parten de un texto del Catecismo de la Iglesia y se enriquecen con citas de Gaudete ed Exsultate, de Francisco. Es una invitación que no ha de pasar desapercibida porque toca elementos fundamentales para orientar los numerosos retiros que se hacen en medio de nuestras comunidades, movimientos, y del clero mismo.  

Agradecido con su propuesta, me permito complementar con unos aportes resumidos en estas palabras: las formas de orar ponen de manifiesto qué visión tiene el orante de sí mismo, quién es Dios para él, cuál es el lugar del prójimo en su vida y de qué manera se percibe unido a la creación. Para esto, utilizo el símil del que me sirvo en una cartilla de próxima publicación: ‘El arte de orar como inmersión en el Océano de Dios’:

Quienes dicen haber ido a conocer el mar, suelen mostrar entusiasmados su colección de fotos, que, muy pronto evidencian que solo conocieron la playa: sentados leyendo un libro, tendidos bronceándose y tomándose una piña colada, jugando vóley playa, participando en una parranda nocturna alrededor de una fogata, caminando en diálogo con un amigo o simplemente sentados en la arena mirando hacia el mar; no conocieron el mar; ni aún quienes jugaron con las olas a la orilla de la playa.

Otros muestran videos de su paseo en una lancha mar adentro; estos tampoco lo conocen, solo navegaron sobre su oleaje. Quienes sí conocen el océano son aquellos que han remado mar adentro, y ya distantes de las costas, se lanzan a su profundidad, se sumergen en su misterio y ‘desaparecen en él’; esos conocen el océano. Está claro que para llegar a la profundidad del océano es necesario pasar primero por la playa, navegar sobre el mar, pero que, finalmente hay que sumergirse y desaparecer en sus profundidades.

Así sucede en el itinerario del arte de orar. Aprendemos muy temprano a ‘ir a la playa’, cuando nuestros padres nos ponen delante de Dios gracias a una imagen religiosa y nos enseñan las primeras plegarias. Luego aprendemos algunas prácticas más: leer de libros de oraciones, cantar, vincularse a grupos y desarrollar con ellos diversidad de actividades religiosas: fogatas, danzas de alabanza o compartir fraternal en momentos de gozo eclesial, todas ‘frente al mar’. La participación en los sacramentos es como irse a la orilla de la playa dejarse bañar y golpear por el oleaje del mar, incluso tragando bocanadas de sus aguas. Esas olas son como un golpe del Océano de Dios que nos baña y nos mueve con su fuerza. De ahí la importancia de los sacramentos en la vida de quien busca su comunión con Dios. 

Por su parte, quienes se suben a la barca y se alejan de las costas, son como aquellos que ya no conformes con todo lo vivido en la playa, comienzan a experimentar el anhelo del océano, y comienzan a buscar el modo de adentrarse en él, encontrando ayudas en la tradición mística. Los místicos han dejado las ‘barcas’ de sus itinerarios para que subamos en ellas mediante la lectura y la meditación de sus experiencias. Hoy día son cada vez más quienes se suben en estas barcas que han recobrado interés; La primera barca es la de nuestro Señor Jesucristo, quien se apartaba en la oscura noche a hacerse uno con el Padre; las barcas de los Padres del Desierto, santa Teresa, san Juan de la Cruz, Maestro Eckhart, y contemporáneos como Thomas Merton, Thomas Keating y Raimon Panikkar, entre otros. Ellos viajaron muy distantes de las costas, remando mar adentro, y quienes leen sus obras subidos en sus barcas, logran tomar distancia de las playas.

Sin embargo, no es suficiente con subirse a esas barcas con la lectura de sus obras. Es necesario detener la barca en algún momento, y desnudos, lanzarse al océano para sumergirse en sus profundidades para ser ‘tragados’ por sus aguas, hasta convertirse en uno con el océano profundo, silente y oscuro. Esos son los contemplativos. Los contemplativos llegan a la práctica en la que solo se lanzan y se abandonan en las profundidades de Dios. Así se forman los místicos; porque la contemplación es la práctica de los místicos. A diferencia de quienes están en la playa ‘haciendo según su buen y santo parecer’, quienes se lanzan al Océano de Dios en la contemplación, entran en total pasividad para que sea el Océano de Dios quien ‘haga en ellos’, hasta hacerlos uno con Él. 

Si se entiende la oración como el encuentro entre dos: la indigencia del orante, con la riqueza de Dios, la oración está llamada a evolucionar hasta transformarse en la experiencia de unidad con Dios, donde somos uno por Él, con Él y en Él, propia de la contemplación. Ya no hay dos; se cumple la Escritura: ‘somos uno’; “Yo y El Padre somos Uno” (Jn 10,30). Es una experiencia mística propiamente dicha; bastante incomprendida por quienes aún no se han adentrado en esta vía. Esta experiencia de muchos de los místicos, incluso aquellos citados, aún hoy, no son comprendidos por los creyentes de la playa. Cuando uno que se ha sumergido en la profundidad del océano llega a encontrarse con quienes están en la playa, y les cuenta su experiencia, muchos no lo creen.

Y ¿qué sucede en esa experiencia de unidad contemplativa en la profundidad del Océano de Dios? Que nos adentramos en el silencio de Dios y descubrimos que, en realidad, el silencio no es ‘algo que se hace’, sino que es una dimensión profunda de nuestro ser, en la que somos uno con el silencio de Dios. Sucede también que se entra en una oscuridad indescriptible, y que la luz que se percibía en la playa, era tan solo un atisbo de esa inmensa luminosidad divina que hay en el fondo del océano. Se llama oscuridad porque nuestros sentidos, nuestra mente, nuestra alma, no tienen la capacidad de acoger tanta luz y por eso quedan obnubilados. No la comprendemos ni aprehendemos con nuestras facultades, pero sí podemos descubrir que esa luminosidad que hay en la profundidad, despierta la que Dios ya había puesto dentro de nosotros. 

Y descubrimos que, así como nuestro cuerpo está constituido por agua en un altísimo porcentaje, en el fondo del océano ella regresa a su origen haciéndose una sola, y que, cuando regresamos a la vida de la ciudad, podremos recordar que somos presencia de las aguas del Océano de Dios. Que somos manifestación divina cotidiana, llamada a descubrirse una con los hermanos que también están constituidos por ‘la misma presencia divina’. De modo similar, la creación en nuestra casa común, y que por eso estamos llamados a cuidarla y a cuidarnos: entonces, descubrimos que todos somos uno, como el Hijo y el Padre y Él en nosotros, por la presencia del Espíritu (cfr. Jn 17, 21-23). Gracias a la práctica contemplativa hacia la que ha de evolucionar toda forma de oración, logramos este descubrimiento, y que, aspiramos a que se enseñe continuamente en los retiros del clero.

Podremos así redescubrir que las formas de orar ponen de manifiesto qué visión tiene el orante de sí mismo (separado o unido a Dios), quién es Dios para él (distante o habitante original de nuestro ser), cuál es el lugar del prójimo en su vida (constituido por la misma presencia divina o un ser extraño) y de qué manera se percibe unido a la creación (si la ve o no inundada de la presencia divina).

Gracias, mons. Luis Fernando Rodríguez Velázquez, y auguro que la vivencia de los retiros espirituales con su clero, como experiencia orante, evoluciones cada vez más a estas profundidades del Océano de Dios.

Tomado de RELIGIÓN DIGITAL

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