En la Audiencia General de este miércoles 8 de noviembre, el Papa Francisco reflexionó sobre la vida de la Venerable Sierva de Dios Madeleine Delbrêl y aseguró que un mundo secularizado es también una oportunidad para la conversión y el fortalecimiento de la fe.
A continuación, la catequesis completa del Papa.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de una adolescencia vivida en el agnosticismo, no creía en nada, alrededor de los veinte años Madeleine encuentra al Señor, tocada por el testimonio de algunos amigos creyentes. Se pone entonces en la búsqueda de Dios, dando voz a una sed profunda que sentía dentro de sí, y llega a comprender que ese “vacío que gritaba en ella su angustia” era Dios que la buscaba (Deslumbrada por Dios. Correspondencia 1910-1941, Milán 2007, 96). La alegría de la fe la lleva a madurar una elección de vida enteramente donada a Dios, en el corazón de la Iglesia y en el corazón del mundo, simplemente compartiendo en fraternidad la vida de la “gente de la calle”.
Dirigiéndose poéticamente a Jesús, escribe: “Para estar contigo en tu camino, es necesario ir, también cuando nuestra pereza nos suplica que nos quedemos. Tú nos has elegido para estar en un extraño equilibrio, un equilibrio que puede establecerse y mantenerse sólo en movimiento, sólo en un impulso. Un poco como una bicicleta, que no se sujeta sin dar vueltas. Podemos estar rectos sólo avanzando, moviéndonos, en un impulso de caridad”. Es lo que ella llama la “espiritualidad de la bicicleta” (Sentido del humor en el amor. Meditaciones y poesías, Milán 2011, 56). Solamente en camino, vivimos en el equilibrio de la fe, que es un desequilibrio, pero es así, como la bicicleta. Si tú paras no te mantienes.
Con el corazón constantemente en salida, Madeleine se deja interpelar por el grito de los pobres y de los no creyentes. Sentía que el Dios Viviente del Evangelio debería quemarnos dentro hasta que no hayamos llevado su nombre a los que todavía no lo han encontrado. En este espíritu, vuelta hacia las convulsiones del mundo y el grito de los pobres, Madeleine se siente llamada a “vivir el amor de Jesús entera y literalmente, desde el aceite del Buen samaritano hasta el vinagre del Calvario, donándole así amor por amor […] para que, amándolo sin reservas y dejándose amar hasta el final, los dos grandes mandamientos de la caridad se encarnen en nosotros y se conviertan en uno solo” (La vocation de la charité, 1, Œuvres complètes XIII, Bruyères-le Châtel, 138-139).
Finalmente, Madeleine Delbrêl nos enseña otra cosa: que evangelizando se es evangelizado. Por eso decía, haciéndose eco de San Pablo: “Ay de mí si evangelizar no me evangeliza”. Al evangelizar uno se evangeliza a sí mismo. Es una bella doctrina.
Mirando a esta testigo del Evangelio, también nosotros aprendemos que en toda situación y circunstancia personal o social de nuestra vida, el Señor está presente y nos llama a vivir nuestro tiempo, compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo. En particular, nos enseña que también los ambientes secularizados son de ayuda para la conversión, porque los contactos con los no creyentes provocan al creyente a una continua revisión de su forma de creer y a redescubrir la fe en su esencialidad (cfr. Nosotros de las calles, Milán 1988, 268s).