Ser sacerdote es un modo de vida, pues no decidimos serlo como quien decide la carrera que estudiará en la universidad o la profesión que desea desempeñar el resto de su vida. Cuando elegimos el sacerdocio, sentimos el llamado especial del Señor para asumir todas las responsabilidades que trae consigo, siendo la más importante el hecho de portar la Buena Nueva y llevarla a todos los hermanos que están a nuestro alrededor.
Ser sacerdotes nos compromete a acompañar en la fe a las comunidades, a través de diversas tareas que varían de un lugar a otro, o de las designaciones que nos den nuestros obispos o superiores. Sin embargo, podríamos decir que todas ellas están encaminadas a procesos de evangelización que van desde preparar las homilías para las eucaristías diarias, hasta la planeación de actividades más complejas como cursos, talleres formativos, obras sociales y tareas administrativas dentro de nuestra iglesia particular.
En ocasiones, nuestra vida se ve envuelta en un sinnúmero de compromisos y tareas que, bajo la premisa del servicio y vocación, hacen que olvidemos lo esencial de nuestro ministerio sacerdotal. Por eso, es importante que siempre tengamos claras las prioridades y el sentido primigenio de nuestra opción de vida, que no puede reducirse simplemente al hacer, sino que debe equilibrarse con el ser y el fortalecimiento de la vida espiritual.
Lo primero que debemos tener claro, es que cualquier actividad o tarea que se nos ha encomendado debe tener como propósito agradar a Dios y servir de fermento para el Reino de los cielos. Por eso, es importante que valoremos si aquello que estamos haciendo en la cotidianidad, es realmente propicio desde nuestro quehacer sacerdotal y si aporta a los procesos de evangelización de nuestra iglesia. El sacerdote debe siempre orientar sus tareas hacia el servicio a Dios y los hermanos, con la convicción de que lo que hace resulta significativo y aporta para la misión eclesial.
Sin embargo, no podemos abusar del “hacer”, pues éste fácilmente nos consume, nos agota y nos aleja del camino del Señor. En muchas ocasiones, los sacerdotes nos sumergimos en una gran cantidad de compromisos y tareas, que nos dejan con muy poco tiempo para la oración, la reflexión y el descanso. De ahí que muchos nos sintamos cansados, que no encontremos sentido en lo que hacemos en el día a día y que nuestras acciones se conviertan en una rutina aprendida o adquirida sin una finalidad clara.
Resulta entonces indispensable que no caigamos en el error de volvernos operarios de la fe, y que sean innegociables los espacios para la oración, la contemplación, la reflexión y el fortalecimiento de la propia vida espiritual. Es paradójico como en muchos momentos somos quienes fortalecemos la vida espiritual de los demás, dejando de lado la propia. Con el tiempo, nuestra vocación pierde el sentido y el rumbo, y comenzamos a experimentar un profundo desazón en cada cosa que hacemos.
El sacerdote necesita tiempo también para descansar. Por nuestra salud, necesitamos espacios para el ocio, para hacer aquello que nos gusta y disfrutamos sanamente además de aquello que hemos elegido ser. Es necesario tener tiempos para el descanso reparador, para la actividad física, para compartir con amigos y familia, pues estos nos ayudan a “parar” y recargar fuerzas para la ardua tarea que tenemos encomendada. No se puede llevar una vida sacerdotal auténtica y sana, olvidándonos de nosotros mismos al extremo de sentirnos agotados, sin fuerzas, enfermos y sumergidos en la rutina.
Por eso, la invitación es para que organicemos mejor nuestros tiempos, buscando el cumplimiento de nuestras tareas diarias, sin olvidar los espacios para la vida espiritual y el sano esparcimiento. Recordemos siempre, frente a cualquier tarea o actividad que vamos a emprender, que ésta tiene un propósito y una finalidad puesta en el Señor y en el servicio a los hermanos. Que cada homilía, cada curso, reunión, obra social y demás sean preparadas a partir de la oración y con la motivación constante de que lo que hacemos es en beneficio de los demás, de la iglesia, para agradar a Dios y para fortalecer nuestro ministerio sacerdotal. Recuerda, no eres un operario de la fe, eres un ministro llamado para amar y servir a través de la tarea que te ha sido encomendada, pero no te olvides de ti y de tu bienestar personal, pues eso te fortalecerá como ser humano y se verá reflejado en lo que hagas en el día a día.
P. John Fredy Córdoba B.