Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti” (2ª Timoteo, 1-6).
Estas exhortadoras Palabras de San Pablo al obispo Timoteo las podemos aplicar perfectamente a la formación permanente a la que estamos llamados todos los sacerdotes en razón del “don de Dios” que hemos recibido con la ordenación sagrada. Nos ayudan a entender el contenido real y la importancia en la formación permanente de los presbíteros. El apóstol nos pide en la persona de Timoteo a todos nosotros presbíteros que reavivemos o sea que encendamos de nuevo el don divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás aquella “novedad permanente” que es propia de todo don de Dios, (que hace nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21,5)) y consiguientemente vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria.
Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo cabeza y pastor de la iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio pastoral que enraizado en su propio ser y abarcando toda existencia, es también permanente.
De esta manera la formación permanente encuentra su propio fundamente y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del orden. Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas que han de impulsar al sacerdote a la formación permanente. Ello es una exigencia de la realización personal progresiva, pues toda vida es un camino incesante hacia la madurez, y esta exige la formación continua. Es también una exigencia del ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza genérica y común a las demás profesiones, y por tanto como servicio hecho a los demás; porque no hay profesión, cargo o trabajo que no exija una continua actualización, si se quiere estar al día y ser eficaz. La necesidad de “mantener el paso” con la marcha de la historia es otra razón humana que justifica la formación permanente.
Los padres sinodales han expuesto la razón que muestra la necesidad de la formación permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza profunda, considerándola como “fidelidad” al ministerio sacerdotal y como “proceso de continua conversión”. Es el Espíritu Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y que lo acompaña y estimula en este camino de conversión constante. El don del Espíritu Santo no excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente y asuma la formación permanente como un deber que se le confía. De esta manera la formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más a su propio ser.es pues amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Por eso también es un acto de amor al pueblo de Dios, a cuyo servicio está puesto el sacerdote. Más aún es un acto de justica verdadera y propia: él es un deudor para con el pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el “derecho” fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote. La formación permanente es necesaria para que el sacerdote pueda responder debidamente a este derecho del pueblo de Dios.
Padre Carlos Alberto Castaño Arango.