Queridos hermanos, la formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote -relación ontológica y psicológica, sacramental y moral- está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella “vida según el Espíritu” y para aquel “radicalismo evangélico” al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es necesaria y nos servirá también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. “¿Ejerces la cura de almas?”, preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: “No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal. 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quien y de qué cosa hablar. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor. 16, 14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás”.
En concreto, la vida de oración debe ser “renovada” constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu. Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar “al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef. 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.
Padre CARLOS ALBERTO CASTAÑO ARANGO