San Buenaventura de Fidanza

Nació en Bagnorea (Viterbo) hacia el año 1217. Su nombre original era Giovanni (Juan) Fidanza. Siendo niño fue curado de una enfermedad por San Francisco de Asís, quien ante la presentida bondad de Juan, exclamó: ¡Cuanta bona ventura!. De este suceso le vino el nombre con el que sería posteriormente conocido. 

Enseñó al mismo tiempo que Santo Tomás y junto con él defendió el derecho de los mendicantes al acceso a las cátedras universitarias. Al ser nombrado general de la Orden, tuvo que dejar su cátedra y, en 1273, fue cardenal y obispo de Albano. 

Consagraba gran parte de su tiempo a la oración, convencido de que esa era la clave de la vida espiritual. Porque, como lo enseña San Pablo, solo el Espíritu de Dios puede hacernos penetrar sus secretos designios y grabar sus palabras en nuestros corazones. Tan grande era la pureza e inocencia del santo que su maestro, Alejandro de Hales, afirmaba que «parecía que no había pecado en Adán». El rostro de Buenaventura reflejaba el gozo, fruto de la paz en que su alma vivía. Como el mismo santo escribió, «el gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma». El santo no veía en sí más que faltas e imperfecciones y, por humildad, se abstenía algunas veces de recibir la comunión, por más que su alma ansiaba unirse al objeto de su amor y acercarse a la fuente de la gracia. Pero un milagro de Dios permitió a San Buenaventura superar tales escrúpulos. Las actas de canonización lo narran así: «Desde hacía varios días no se atrevía a acercarse al banquete celestial». Pero, cierta vez en que asistía a la Misa y meditaba sobre la Pasión del Señor, Nuestro Salvador, para premiar su humildad y su amor, hizo que un ángel tomara de las manos del sacerdote una parte de la hostia consagrada y la depositara en su boca. A partir de entonces, Buenaventura comulgó sin ningún escrúpulo y encontró en la santa Comunión una fuente de gozo y de gracias. El santo se preparó a recibir el sacerdocio con severos ayunos y largas horas de oración, pues su gran humildad le hacía acercarse con temor y temblor a esa altísima dignidad. La Iglesia recomienda a todos los fieles la oración que el santo compuso para después de la misa y que comienza así: Transfige, dulcissime Domine Jesu… Canonizado el 4 de abril de 1482 por el Papa Sixto IV.

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