- Hombres importantes quieren dar muerte a Jeremías, porque está anunciando la ruina de Jerusalén en un momento en que están asediados por el enemigo. No quieren escuchar al profeta, pues, sencillamente, les está invitando -en nombre de Dios- a la rendición y humillación para que salven la vida. La soberbia no les deja escuchar y tomar una decisión que, aunque dolorosa, es la única que los podría salvar. Deciden más bien dar muerte a Jeremías; esto es como querer acallar la propia conciencia que les reclama el no haber escuchado y obedecido a Dios cuando era menester (Jr 38, 4-6. 8-10).
- Sabiendo que otros han transitado por la senda de la fe con esfuerzo y constancia, poniendo su confianza totalmente en Dios, y ello, sin haber conocido a Cristo; cuánto más nosotros que hemos recibido el testimonio de su muerte y resurrección -por amor a nosotros- no debemos animarnos a seguir sus pasos para compartir su misma gloria (Hb 12, 1-4).
- Jesús revela a sus discípulos que ha venido a traer fuego a la tierra. Ya Juan Bautista había dicho de Jesús “…él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Jesús vino a traer el verdadero bautismo, el que convierte en hijos de Dios, y vino a encender con su Palabra el fuego purificador de las almas. Fuego que purifica en la medida que se obedece. Fue precisamente Jesús quien pasó por este fuego – no porque necesitará de purificación, sino para darnos ejemplo- obedeciendo hasta la muerte de Cruz. Él fue el primero en pasar por el bautismo de la “obediencia filial” perfecta (Lc 12, 49-53).
- En cada Eucaristía Jesús sigue prendiendo fuego en el mundo, es decir, sigue purificando nuestros corazones mediante su Palabra y nos enciende en el amor hacia él y hacia los hermanos. Por ello, dejemos que ese fuego penetre en lo más hondo del alma y nos vaya transformando también en fuego, para que podamos encender a otros.
