Lectio de Juan 6, 60-69

El evangelista Juan reporta una crisis dramática en el grupo de seguidores de Jesús.

Después del largo discurso sobre el pan del cielo y sobre la carne como alimento, Jesús ve cómo cae la sombra de un fracaso.

Anota el narrador de Juan: ‘Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él’ (6, 66).

¿Por qué se echaron para atrás?

Ellos mismos lo dicen: ‘Tu palabra es dura, ¿quién puede escucharla?’ (6,60).

También había sido dura para el joven rico, cuando Jesús le dijo que vendiera todo lo que tenía y se lo diera a los pobres. También fueron duras las palabras del sermón de la montaña sobre el amor a los enemigos.

Pero lo que Jesús ha propuesto ahora no había sido una nueva moral más o menos exigente, sino un proyecto mucho más revolucionario y por eso más difícil de comprender y aceptar: ‘Yo soy el pan de Dios, yo transmito la vida de Dios; mi carne da vida al mundo’.

Nadie había dicho algo parecido: un Dios que baja del cielo como un nuevo maná, uno que derrama sangre, su sangre.

Un Dios que va a morir de amor, que se hace pequeñito como un pedazo de pan, que se hace alimento para el ser humano.

Un Dios que se hace una sola cosa con cada uno, que haciéndose pan se deja asimilar por nuestra corporalidad.

Un Dios que se hace comer, para nutrirnos de una vida que no es pasajera ni efímera.

Esto es ‘duro’ para los discípulos, los de antes y los de hoy.

Es el fin de la religión de las prácticas externas, de los ritos, de las obligaciones. Esto es otra cosa, es la experiencia del cuerpo a cuerpo con Dios, hasta hacerse una sola cosa con él.

Nos cambia la relación con Dios, renueva nuestra sensibilidad, nos saca de nuestras repeticiones y hábitos permitiendo que nos estremezcamos.

Y aquí está el giro del relato: ‘¿También ustedes se quieren ir?’ (6,67)

Aflora la tristeza en las palabras de Jesús cuando percibe que ha reventado una crisis entre sus seguidores. Pero también son palabras valientes y desafiantes.

Se trata de un apelo a la libertad de cada persona: Ustedes son libres, se pueden ir o quedar, pueden hacerle caso a lo que sienten por dentro, pero ¡escojan!

Jesús los deja libres. Es un maestro de la libertad. Jesús es un maestro que no impone. No dice lo que tienen que hacer, sino que plantea preguntas que sanan por dentro: ¿Qué pasa en tu corazón? ¿Qué se agita en ti? ¿Qué es lo que realmente quieres? ¿Hacia dónde te jala tu corazón?

Y desde este terreno de las preguntas punzantes, interpela mi libertad.

Estoy llamado a hacer un nuevo acto de elección. Es el momento de tomar una decisión. Hasta aquí llego o sigo adelante con Jesús, hasta el final.

Pedro, en nombre de cada uno de nosotros responde: ‘Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna’ (6,68).

Pedro lo tiene claro. Marca un nuevo comienzo. Es como si dijera: ‘Comparativamente, Señor, no tengo nada ni a nadie mejor que tú’.

Sólo tú. Ningún otro en quien apoyar mi vida. Y excluye un mundo entero de ilusiones, de seducciones. Nadie más en el centro de mi esperanza, nadie más como fundamento de mi corazón. Tú eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

Sólo tú. En torno a ti recomienza la vida, tú me tocas por dentro y haces que se abra una nueva página en mi historia personal.

‘¡Tú tienes palabras!’

Tú hablas. Dios habla. El cielo no está vacío ni es mudo. Está cargado de una palabra creadora.

‘¡Tú tienes palabras!’.

No sólo las pronuncias, sino que las tienes. Son tuyas, brotan de ti.

La palabra es una realidad pobre y espléndida. Tan simple como un suspiro o como una gota de tinta, que se puede tomar en serio o despreciar, que se puede incorporar como un tesoro o relegar al repertorio de las locuras.

Parece sólo una vibración en el viento, un soplo ligero, pero que sabe rodar la piedra del sepulcro, que descongela hielos, que abre caminos, baja nubes y provoca encuentros, caricias e incendios. Es una palabra que, desde el principio de todas las cosas, crea.

‘¡Sólo tú tienes palabras de vida eterna!’

Son palabras que vivifican cada parte de mí y depositan un pedacito de cielo en mí.

Intuyo que aquí está la perla: Jesús es un incremento de humanidad en cada persona que lo acoge. Uno no vive solamente de pan material, sino de todo lo que viene de la boca de Dios.

De la boca de Jesús brotan palabras que encienden fuego en el corazón, que purifican y dilatan el corazón, demoliendo las durezas.

Son palabras que le da vida a la mente, porque la mente de uno vive de verdades o de otra forma se enferma. Vive de libertades sinceras o de otra manera se adormece, se aliena.

Son palabras que dan vida al espíritu, esta interioridad sedienta. Dios es espíritu y es Él quien viene cuando recibo su Palabra.

Son palabras que dan vida al cuerpo, porque ‘en él vivimos, nos movemos y respiramos’ (Hechos 17, 28). ‘Escondes tu rostro, se turban; les quitas el aliento, expiran, y vuelven al polvo’ (Salmo 104, 29).

La suya es Palabra que crea universos, que diseña mundos, que siembra futuros, esta palabra obra en quien cree. Orienta, ilumina, traza senderos, llama, seduce, siembra, derriba muros.

Y con palabras de vida eterna. Jesús le da eternidad a todo lo que de más bello una persona es capaz de llevar en el corazón.

‘¿A quién iremos?’

Pedro tenía la posibilidad de volver a la barca. Betsaida estaba cerca. Pero era como echar para atrás, ¿existir solamente para sobrevivir? Ya había descubierto dónde estaba la vida verdadera y para siempre, y que no hay barca que transporte la eternidad del corazón.

‘Tú sólo tienes palabras hacen viva la vida’

Tú nos das palabras que crean cosas que no merecen morir, que regalan eternidad a todo lo más bello que llevamos en el corazón.

Son declaraciones de un amor celoso y jubiloso como una semilla de eternidad. Hoy las hago mías.

¿Quieres irte?

Yo no. Yo no me voy, Señor, no te dejo, te elijo a ti.

Como Pedro, hoy pronuncio mi declaración de amor: Te quiero a ti, quiero vivir, y sólo tú tienes palabras que vivifican completamente mi existencia.

Señor, ‘tú tienes palabras de vida eterna, nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios’ (6, 68-69).

Sí, Tú le das eternidad a lo más bello que uno lleva en el corazón.

Padre Fidel Oñoro

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