MARCOS 7, 31-37: “Todo lo ha hecho bien”
Para los judíos, los paganos eran seres impuros, separados de la historia de la Salvación porque no conocían al Dios verdadero, no cumplían los mandamientos, adoraban a otros “dioses”, y se los consideraba como llenos de vicios, errores y supersticiones. Y he aquí que Jesús cura a uno de estos paganos de Tiro, Sidón, Decápolis. El Evangelio de hoy concluye con una alabanza a Dios por parte de la multitud, con palabras de Isaías referidas a los tiempos de la Salvación (Iº Lect.): Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, cantará la lengua del mudo. La multitud aclama a Jesús porque ha hecho estas cosas, y por lo tanto está dando cumplimiento a las profecías.
Pero Jesús viene a curarnos de todos nuestros males. No hay peor ciego que el que no quiere ver a Dios. No hay peor sordo que el que no quiere escuchar la Palabra de Dios. No hay peor mudo que el que no quiere dar una respuesta a Dios que interpela nuestra vida, que nos llama y nos espera. Éste es sin dudas el peor modo de ser ciego, sordo y mudo. Y Jesús, Dios Salvador, viene a curar definitivamente estos males espirituales.
Generalmente, Jesús realiza sus milagros a través de su palabra poderosa: “lo quiero, queda purificado de la lepra”. [Mt 8,3] Pero en el milagro de hoy abundan los gestos: Jesús introduce los dedos en el oído, pone saliva sobre la lengua, suspira, dice una palabra en su propio idioma.
¿Qué significa todo esto?
Un verdadero contacto de Jesús con el enfermo, para curarlo como sólo Dios sabe hacer las cosas: para redimirnos y salvarnos no da directivas desde el Cielo, sino que baja hasta nosotros, se mete en nuestra historia, asume nuestro “barro mortal” en todo, excepto en el pecado, del cual el viene precisamente a curarnos. No sintió repugnancia de nosotros, sino que se hizo hombre igual a nosotros, uno de nosotros, para salvarnos…
Preguntémonos hoy como estamos nosotros frente a Dios. Porque Él nos habla… pero podemos estar “sordos”. Él espera nuestra respuesta… pero podemos estar “mudos”. Él nos muestra su Amor… pero podemos estar “ciegos”.
Jesús quiere entrar efectivamente en contacto con nosotros. Y por eso nos toca con sus sacramentos: nos lava con el agua bautismal; nos vuelve a limpiar con su Palabra de perdón en la Confesión; nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre: así nos redime, nos salva, nos vivifica, así restaura en nosotros la imagen y semejanza de Dios que nosotros deterioramos con nuestros pecados, y nos transforma en templos de su gloria.
El Evangelio de hoy debe hacernos pensar en lo que ocurrió en nuestro Bautismo, cuando en el rito llamado precisamente “Efeta”, el sacerdote, tocándonos el oído y la boca, nos invitó a escuchar la palabra y a profesar la Fe. Nos dice SS. Benedicto XVI: El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: «Effetá«, «Ábrete». El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy. En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: «Effetá«, «Ábrete», para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino.
Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (cf. Jn 1, 18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.
El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo?
Padre Fernando.