MARCOS 9, 37- 42: El que no está contra nosotros está a nuestro favor.
El pecado de escándalo, tan frecuentemente reprobado por Cristo, es siempre el triunfo del egoísmo personal y de la irresponsabilidad humana sobre la ley de la caridad y sobre las necesidades de nuestros hermanos. Cristo lo condenó con palabras durísimas. Hay que proclamarlo por doquier, pues se nota una insensibilidad generalizada con respecto a los escándalos: corrupciones, pornografías, opresiones y mil formas de abusos se comenten con toda naturalidad, sin temor de Dios, sin recriminaciones…
El indignado Juan ofrece el primer cuadro. Juan ha observado cómo un «extraño» al grupo, un desconocido, curaba a los posesos. A Juan se le antoja un atrevimiento y lleno de celo, se lo prohíbe. Juan, hijo del trueno lo llamará Jesús por su impetuosidad, cree ver en aquella actividad una «lesión» de los derechos del Maestro. ¿Con qué derecho se atrevía aquel extraño a lanzar los demonios en nombre de Jesús? El exorcista aquel no era del grupo, y por tanto no tenía ningún derecho.
Postura muy «humana». Pero no «cristiana», no de Cristo. Así se lo hace ver el Señor. ¿Cómo puede uno curar posesos en «nombre» de Jesús sin estar convencido de alguna forma del poder y fuerza de ese «nombre»? ¿Y quién puede actuar en ese nombre sin tener fe en él? La actividad portentosa de ese exorcista está gritando, al menos por las obras, su fe en Cristo. En realidad, es uno de los suyos, por más que no aparezca así. No hay por qué sentir indignación y exagerado celo. Mas bien hay que alegrarse: ¡El poder del diablo se desmorona!
Los «suyos» continúan su obra, obra de salvación. Cualquier servicio, por insignificante que sea, hecho en favor de estos sus discípulos, por ser sus discípulos, no quedará sin recompensa. Dios lo tendrá en cuenta; pues, en último término, el servicio prestado va dirigido a Dios. Cuando, pues, en el juicio, Dios levante la mano para dictar sentencia irrevocable, la atención que se ha tenido con los suyos la inclinará sensiblemente: se convertirá en bendición. ¿Cabe mayor bendición que la última y definitiva?
El término «pequeño» está cargado de consideración y afecto. ¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en Jesús! Más le valiera… «Pequeños» se extiende más allá del círculo de los inmediatos apóstoles y discípulos. Son los humildes, los pobres, los insignificantes fieles de Jesús. Alguien puede con su conducta malograr la obra de Cristo, en otras palabras, la obra de Dios, alguien puede ser causa de tropiezo para los sencillos; alguien puede destruir su fe en Jesús. ¡Ay de él! No hay nada que pueda compararse.
Las expresiones de Jesús son radicales y tajantes, sin paliativos ni concesiones. Todo esfuerzo, toda renuncia es poca, para conseguir la salvación. No se trata de cortarse la mano, o serrarse el pie, o sacarse el ojo, si nos estorban para llegar a Dios. Mientras quede el corazón, todo será en vano. ¡Hay que cambiar el corazón! ¡Hay que cambiar de postura, hay que cambiar de modo de ver las cosas, hay que adquirir una nueva forma de ser! Por más que un cambio así nos arranque las entrañas -es el sentido de las imágenes. El reino de Dios está sobre todo ¡Un corazón nuevo y un Espíritu nuevo! Eso es lo que necesitamos. Para vivirlo no hemos de reparar en esfuerzos. Radicalidad y santo temor.
Jesús afirma en el evangelio: El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Menos optimista resulta la sentencia que trae Mateo con ocasión de la disputa sobre Beelcebú: Quien no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama (Mt12, 30) ¿Con cuál de las dos sentencias nos quedamos? Por supuesto que con las dos. Cada una a su debido tiempo y en su debido contexto. Ambas revelan una gran verdad. Hoy nos interesa la primera. Nos invita a reflexionar. La lectura primera nos acompaña.
a) Josué y Juan representan, dentro del grupo fiel, la actitud demasiado «humana» respecto a los dones de Dios. Dios es liberal, Dios es generoso, Dios derrama en todas direcciones y a todos los vientos los dones de su gracia. Para Dios no hay fronteras de ninguna clase; Dios lo abarca todo. Hasta en las personas más insignificantes o más alejadas del grupo oficial de seguidores, y de la forma más insospechada puede uno, con frecuencia, admirar el rastro hermoso que dejaron sus manos benéficas. Encontramos flores y florecillas hasta en los lugares más inhóspitos y agrestes; no solo en los jardines e invernaderos. Y todas son hermosas, y todas proceden de Dios. El ojo «cristiano» ha de saber apreciarlas y admirarlas: son de Dios. No debemos sentir menosprecio, indignación o celo mal entendido porque no están en «su lugar»; todo lo contrario, alegría, admiración y alabanza. Todas adornan el «campo» de Dios, que es el mundo entero.
Se trata de la en otro tiempo debatida cuestión de la existencia y valor de talentos, dones y bienes que viven y crecen fuera de la Iglesia oficial, fuera del Cristianismo. La sentencia de Cristo es iluminadora. Todo lo bueno viene de Dios y a Dios conduce. Nosotros nos alegramos del Dios bueno que bendice a todos de forma admirable. Si no están contra nosotros, contra Cristo, están con Cristo, con nosotros. El campo de Dios se alarga hasta los confines de la tierra. La Iglesia, el Cristianismo, rebosa así, bien entendido, sus propias fronteras. Todo lo bueno que existe, se encuentre donde se encuentre, ha de ser admirado, respetado y aplaudido: allí está Dios, nuestro Dios. Lejos de nosotros la envidia o el celo descompuesto. Moisés y Jesús nos dan un buen ejemplo. Habría que tenerlo en cuenta al hablar de las religiones no cristianas. ¡Ojalá fueran todos predicadores, testigos y anunciadores de la salvación de Dios! Hay que saber repartir las cargas.
b) El tema del escándalo podría ser el segundo punto de reflexión. ¡Ay del escandaloso! San Mateo es más expresivo al hablar del escándalo dado a los «pequeños». Al escandaloso habría que arrojarlo, allá en alta mar, a lo más profundo del abismo, como algo podrido, como algo pestilente y asqueroso, desecho de la humanidad. Todo cuidado para evitar el escándalo es poco. El escandaloso destroza la obra de Cristo, la obra de Dios. Hace inútil y despreciable la muerte de Cristo y su resurrección gloriosa; ¡pisotea la sangre de la Nueva Alianza! El justo Juez no puede olvidar tamaña injuria. Nada ni nadie justifica el escándalo; ni la salud, ni la vida, ni la fama, ni el poder, ni el dinero, ni nada. El escándalo es obra diabólica, y con el diablo no hay misericordia ni compasión; es el reino opuesto a Dios. ¡Ay, pues, del escandaloso!
El cristiano tiene que vivir la vida nueva. Se le ha concedido un corazón nuevo. Debe ejercitar los sentimientos correspondientes y fomentar su expansión. Debemos trabajar, y pedir, por un corazón «cristiano» que sienta y vibre como el corazón de Cristo. Todo esfuerzo es poco para conseguir la salvación. No cabe un «más o menos»; es todo, y todo significa todo. Hay que sacrificarlo todo, si en ello nos va la salvación. Habrá casos en los que se nos exija algo extraordinario. No debemos asustarnos. Para ello la virtud de la fortaleza.
c) Al hablar del corazón «nuevo» viene a la mente, por contraste, el corazón de «piedra». Podemos recordar a este respecto las amenazas de Santiago. ¡Ay de los ricos de corazón endurecido! Corazones groseros, corazones duros, corazones crueles y escandalosos. ¿Cual es nuestra postura ante ellos? Conocemos el fin que espera a los mundanos: la ruina total.
El Señor exige de nosotros un corazón amplio, generoso, tanto en la aceptación de su liberalidad como en el uso y empleo de nuestros bienes. Un corazón así nunca dará escándalo. El sentimiento «cristiano» puede ir endureciéndose en muchos miembros. No hace falta ser rico para ser un «vividor». Muchos no recelan de las riquezas, las envidian. Su corazón será con frecuencia tan duro como el de los ricos de que habla Santiago. Pidamos a Dios un corazón sencillo a la altura de sus sentimientos.
Sacado de José A. Ciordia