HOMILÍA PARA EL TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO. CICLO B.

Marcos 10,46-52Señor, que veamos, como el ciego de Jericó.

La curación del ciego de Jericó, relatada en el Evangelio de hoy, ha sugerido el pasaje de Jeremías de la primera lectura. La segunda lectura nos expone el sacerdocio de Jesucristo, que siempre intercede por nosotros. Él es el gran Mediador entre Dios y los hombres.

El don de la fe que, por amorosa iniciativa divina, hemos recibido puede ofrecernos la luz sobrenatural suficiente para superar la ceguera angustiante del hombre viejo y carnal. Siempre para la existencia humana será más trágica la ceguera naturalista o autosuficiente del hombre privado de la fe cristiana, que la misma ceguera material de los cuerpos.

Jeremías 31,7-9Congregaré a ciegos y cojos. En la historia de la salvación, solo a la luz de la fe y de la Revelación puede el hombre descubrir los designios amorosos de Dios en los acontecimientos de la vida. El anuncio de la inminente liberación está formulado por el profeta con una invitación litúrgica a celebrar y alabar al Señor, porque ha cumplido su obra a favor del pueblo elegido. La felicidad de Israel proviene únicamente de la bondad y omnipotencia de su Dios tanto en el pasado como en el futuro. A Él va dirigida toda la alabanza y toda gloria. La Biblia es un inmenso coro de cantos de exultación y de gratitud por las continuas intervenciones salvíficas de Yahvé. El profeta es el primero en verlo y celebrarlo: «Gritad de alegría… regocijaos, proclamad, alabad y decid: el Señor ha salvado a su pueblo». Él es un Padre para Israel, para la Iglesia, para cada uno de nosotros.

Por eso seguimos exultando con el Salmo 125: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar, la boca se nos llenaba de risa, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: el Señor ha estado grande con ellos». Así es. Por eso en la liturgia cristiana siempre cantamos con alegría al Señor que nos regala el don de la FE.

Hebreos 5,1-6Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. Jesús, Testigo del Padre y Pontífice y Mediador de nuestra salvación, es quien elige de entre sus discípulos aquellos que deben participar especialmente de su sacerdocio ministerial.

Escribe San Juan Crisóstomo: «Al preguntar a Pedro si le ama, no se lo pregunta porque necesite conocer el amor de su discípulo, sino porque quiere mostrar el exceso de su propio amor. Y así al decir: ¿quién es el siervo fiel y prudente? no lo dice como ignorando quién es, sino para enseñarnos la singularidad de este hecho y la grandeza del oficio. Mira si es grande, mirando su recompensa: por él lo constituye sobre todos sus bienes, y concluye que, moralmente, el sacerdote debe sobresalir por su santidad» (Sobre el Sacerdocio 2,1-2).

Para ver y reconocer a Cristo, necesitamos que Él nos ilumine. Cristo es «el autor de nuestra fe» (Heb 12,2). El conocimiento de Jesús por la fe obra la salvación completa del hombre, le muestra la Verdad única que ha de seguir, le libera de la ceguera interior y exterior, y si así Él lo quiere, le otorga como complemento la misma vista física. La omnipotencia divina está siempre dispuesta a favorecer a quien se deja conducir por la fe verdadera, suscitada por el Espíritu. La fe auténtica, que proviene de lo alto, produce un genuino testimonio y no permite que sean desviados los que creen en la verdad de Cristo crucificado y resucitado. San Cirilo de Alejandría comenta: «Cuando admitimos la fe, no por eso excluimos la razón; por el contrario, procuramos con ella adquirir algún conocimiento, aunque oscuro, de los misterios; pero con justo motivo preferimos la fe a la razón, porque la fe es la que precede, y la razón no hace más que seguirla, según este lugar de la Escritura: si no creéis, no conoceréis. A la verdad, si no sentáis los fundamentos de la fe, excluyendo toda duda, jamás podréis levantar el edificio fundado sobre el conocimiento de Jesucristo, y por consiguiente, no podréis llegar a ser hombres espirituales» (Comentario al Evangelio de San Juan 20,2).

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