JUAN 6, 1-11: “Dadles vosotros de comer”
Este domingo iniciamos la lectura del capítulo 6 del Evangelio de san Juan. El capítulo se abre con la escena de la multiplicación de los panes, y Jesús comenta en la sinagoga de Cafarnaúm, afirmando que él mismo es el «pan» que da la vida. Las acciones realizadas por Jesús son muy semejantes a las de la última Cena: «Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados» (Jn 6, 11). Por ello, nos recuerda la Eucaristía, el sacrificio de Cristo para la salvación del mundo. Incluso el que se nombre en el Evangelio que la fiesta de la Pascua, ya estaba cerca (cf. v. 4). Podemos dirigir la mirada hacia el don de amor de Cristo que nos da su regalo en la Eucaristía, y perpetúa el don de sí mismo.
Podemos reflexionar con San Agustín que nos recuerda que Cristo es don de Dios Padre, que Él mismo quiso descender de los cielos para darnos su propio cuerpo y sangre como alimento: «¿Quién, sino Cristo, es el pan del cielo? Pero para que el hombre pudiera comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si no se hubiera hecho hombre, no tendríamos su cuerpo; y si no tuviéramos su cuerpo, no comeríamos el pan del altar» (Sermón 130, 2). La Eucaristía es el gran encuentro permanente del hombre con Dios, en el que el Señor se hace nuestro alimento, se da a sí mismo para transformarnos en él mismo.
En la escena de la multiplicación se señala también la presencia de un muchacho que, ante la dificultad de dar de comer a tantas personas, comparte lo poco que tiene: cinco panes y dos peces “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces. Pero ¿qué es esto para tantos? (cf. Jn 6, 8). El milagro no se produce de la nada, sino de la modesta aportación de un muchacho sencillo que comparte lo que tenía consigo. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino que nos hace ver que, si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede realizarse siempre de nuevo el milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don. Nosotros muchas veces le decimos al Señor: “Los problemas que se nos presentan son enormes y las soluciones que se nos ocurren son demasiado pequeñas. ¿Qué vamos a poder nosotros? Esto nos supera. Sólo tenemos unos panecillos”.
La multitud queda asombrada por el prodigio: ve en Jesús al nuevo Moisés, digno del poder, y en el nuevo maná, el futuro asegurado; pero se queda en el elemento material, en lo que había comido, y el Señor, «sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo» (Jn 6, 15). Jesús no es un rey terrenal que ejerce su dominio, sino un rey que sirve, que se acerca al hombre para saciar no sólo el hambre material, sino sobre todo el hambre más profunda, el hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios.
Pidamos al Señor que nos ayude a redescubrir la importancia de alimentarnos no sólo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran conciencia en la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a él. En efecto, «no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; “nos atrae hacia sí”» (Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 70). Al mismo tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una vida digna, y para que se acaben las desigualdades no con las armas de la violencia, sino con el compartir y el amor.
P. Fernando Limón