Juan 9,1-41. ANTE EL MISTERIO DEL CIEGO ILUMINADO: El itinerario de la fe bautismal.

Juan 9,1-41. ANTE EL MISTERIO DEL CIEGO ILUMINADO: El itinerario de la fe bautismal.

Jesús va al encuentro del ciego y lo sana (Juan 9,1-7). La primera palabra que aparece en el texto es el verbo “ver”: Jesús “vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento” (9,1). De esta manera, tan sencilla pero clara, comienza el encuentro de Jesús con este hombre. Jesús “vio” al ciego de nacimiento y los discípulos también. Pero lo curioso es que Jesús y los discípulos no vieron lo mismo: Los discípulos vieron a un ciego, y por detrás del ciego vieron el “pecado” (- enfermedad; viendo por detrás al Dios garante de retribución). Jesús vio un ciego, pero no vio en esa ceguera un castigo de Dios; más bien, vio que “era preciso” aquel ciego para que Dios se manifestase en Él.

No se conoce: la causa de su ceguera. “¿Quién pecó, él o sus padres?”. En otras palabras, hay una constatación del duro destino que le ha tocado a este hombre. Pero, ¿quién es el responsable de esta situación? Que aquí los discípulos establezcan una relación entre enfermedad y castigo por el pecado no es extraño, así se pensaba en tiempos de Jesús. Este tipo de reflexión todavía se escucha hoy, cuando algunas personas explican como un “castigo de Dios” las desgracias que vive mucha gente. Pero Jesús tiene otro punto de vista: Rechaza este tipo de explicación: “ni él pecó ni sus padres” (9,3a). Plantea, anuncia el sentido de lo que va hacer: “es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (9,3b). Jesús anuncia que por medio de su “obra” se verá con claridad que Él mismo es la luz del mundo que saca a todo hombre de las tinieblas del pecado.

Lo sucedido saca a la luz dos posiciones opuestas ante Jesús: La del sanado, quien no se comporta de manera habitual (no es común en el evangelio que el relato de un milagro se detenga en lo que sucede después: como el sanado se interesa por aquél que lo curó). Por el contrario, para él la curación es un “signo” que lo lleva lejos, que le lleva a descubrir la identidad más profunda de quien lo obró: Jesús, de quien admite que tiene relación especial con Dios. Precisamente por pensar de esta manera recibe enseguida la etiqueta: “Tú eres discípulo de ese hombre” (9,28). La de las autoridades religiosas, quienes teniendo más argumentos válidos para rechazar a Jesús y apelan más bien al autoritarismo: reaccionan con violencia expulsando a este hombre de la sinagoga. Su posición ante Jesús se endurece. Sucede lo que hoy llamamos: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

Jesús va al encuentro del sanado por segunda vez (9,35-38). Vamos llegando a la cumbre del relato. Recordemos que cuando el ciego volvió de la piscina de Siloé, donde recuperó la vista, ya no encontró a Jesús. Sin embargo, durante los episodios anteriores hemos visto cómo la persona de Jesús siempre ha estado en su mente y cómo, por todos los interrogatorios a que sido sometido -interrogatorios que lo han presionado para que tome una posición definida ante la identidad de Jesús-, el rostro de Jesús se le ha ido volviendo más claro y luminoso. Y, precisamente, por declarar abiertamente quién es Jesús, este pobre hombre ha sido expulsado de su comunidad.

El ciego-mendigo de nacimiento queda desvalido, sin el apoyo de su comunidad de fe. Jesús entonces, por segunda vez, entra en acción: sale a su encuentro. La primera vez había sido en su situación negativa de la ceguera, ahora lo hace en su nueva situación negativa del aislamiento social por causa de Jesús. Esta vez los dos sostienen un breve pero intenso diálogo. El terreno se ha venido preparando progresivamente. Vimos que aunque no lo “ve” físicamente, el que era ciego ha aprendido del “ver” de la fe: sabe bien quién es Jesús. (2) Reconocer… Pero falta un paso. Para darlo, Jesús lo ayuda con una palabra revelatoria, haciéndolo capaz de ver más a fondo. Jesús se le revela como el “Hijo del hombre”. No lo afirma de una vez, lo lleva a descubrirlo mediante la didáctica de la pregunta: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?” (9,35). Este título es profundo: Jesús se le está revelando como el Hijo de Dios encarnado, como aquel que no ha venido a la tierra en el esplendor de la gloria (ver Daniel 7,13) sino en la humana sencillez y como aquel que está a punto de ser exaltado en la Cruz (ver Juan 3,14; 6,35; 12,23.34). Quizás este Jesús que ahora tiene al frente –con el cual está hablando (9,37)- no sea físicamente como se lo había imaginado, sin embargo a estas alturas del proceso de fe ya está bien formado para acogerlo porque sabe de su identidad más profunda. Ahora se resuelve el suspenso para el ciego-mendigo que fue sanado: “Le has visto, el que está hablando contigo, ése es” (9,37). (3) Adorar El sanado afirma que cree en Jesús (9,38a) –sellando así su reconocimiento- y se postra ante él (9,39b), un gesto de respeto y entrega con el cual admite estar ante divinidad. 11 Esta postración en el suelo, a los pies de Jesús, es el momento culminante de este encuentro salvífico. La fe se expresa exteriormente y el conocimiento se vuelve adoración prolongada. En todo este arco de la historia narrada, mediante la curación y en el saber conducirlo a la fe, Jesús ha sido para este hombre –que es nuestro modelo- luz y cada vez más luz. El ciego recobró la vista inmediatamente, pero la luz de la fe fue gradual: “no se” (9,12); “es un profeta” (9,17), “viene de Dios” (9,33); “Creo, Señor” (9,38).

Fidel Oñoro, cjm – Centro Bíblico del CELAM

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