Mc. 4, 35-41: “¿Quién es este, que el viento y el mar le obedecen?”
Hoy su Palabra interpela nuestra fe, a veces vacilante y que provoca miedos infundados: “¿Por qué sois tan cobardes? – dice – ¿Aún no tenéis fe?” (Mt 4,40). Son muchos los temores que nos atenazan y que pueden inducirnos a la cobardía o al desánimo: el miedo al aparente silencio de Dios, el miedo a los grandes poderes del mundo que pretenden competir con la omnipotencia y la providencia divinas, el miedo, en fin, a una cultura que parece relegar a la marginación e insignificancia social el sentido religioso y cristiano de la vida.
La escena evangélica de la barca amenazada por las olas, evoca la imagen de la Iglesia que surca el mar de la historia dirigiéndose hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios. Jesús, que ha prometido permanecer con los suyos hasta el final de los tiempos (cf. Mt 29,20), no dejará la nave a la deriva. En los momentos de dificultad y tribulación, sigue oyéndose su voz: “¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Es una llamada a reforzar continuamente la fe en Cristo, a no desfallecer en medio de las dificultades. En los momentos de prueba, cuando parece que se cierne la “noche oscura” en su camino, o arrecian la tempestad de las dificultades, la Iglesia sabe que está en buenas manos.
Las palabras que hemos escuchado en la segunda lectura nos exhortan también a confiar en la presencia del Señor y a renovar nuestra existencia como verdaderos creyentes: “el que vive con Cristo es una criatura nueva” (2 Co 5,17). En la novedad de vida, don de nuestro Señor a los bautizados, ya no hay espacio para las incertidumbres y vacilaciones. La confianza y la paz son el signo de la profunda comunión con Jesucristo, muerto “para que los viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).
En el pasaje evangélico de la tempestad calmada, ha sido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico, potencialmente destructivo, que sólo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar.
Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del “amor de Cristo” (2 Co 5, 14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es “otro” tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su Pascua, en la “santidad” del “camino” que eligió para liberarnos del dominio del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los judíos atravesando las aguas del mar rojo. “Dios mío, tus caminos son santos. Te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas” (Sal 77, 14.20). En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, “muerto por todos”, para que todos puedan vivir “por aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15), y para que no vivan sólo para sí mismos.
El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este —se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal contra el Hijo de Dios.
Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama, especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte, estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra, al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como abandonado por él.
Como sucedió con Jesús, el padre Pío de Pietrelcina tuvo que librar la verdadera lucha, el combate radical, no contra enemigos terrenos, sino contra el espíritu del mal (cf. Ef 6, 12). Las “tempestades” más fuertes que lo amenazaban eran los asaltos del diablo, de los cuales se defendió con “la armadura de Dios”, con “el escudo de la fe” y “la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6, 11. 16. 17). Permaneciendo unido a Jesús, siempre tuvo ante sí la profundidad del drama humano; por eso se entregó a sí mismo y ofreció sus numerosos sufrimientos, y se gastó por el cuidado y el alivio de los enfermos, signo privilegiado de la misericordia de Dios, de su reino que viene, más aún, que ya está en el mundo, de la victoria del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte. Guiar a las almas y aliviar el sufrimiento: así se puede resumir la misión de san Pío de Pietrelcina.
Que, juntamente con san Francisco y la Virgen, a la que tanto amó e hizo amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre. Y entonces, incluso en medio de las tempestades que puedan levantarse repentinamente, podréis experimentar el soplo del Espíritu Santo, que es más fuerte que cualquier viento contrario e impulsa la barca de la Iglesia y a cada uno de nosotros. Por eso debemos vivir siempre con serenidad y cultivar en el corazón la alegría, dando gracias al Señor. “Es eterna su misericordia” (Salmo responsorial). Amén.
Padre Fernando Limón