La mujer ora de lejos. La mujer va gritando detrás del grupo que acompaña a Jesús. En su grito podemos captar su agitación interna, su confusión, su sufrimiento. El contenido de su grito tiene una gran fuerza que se capta en cada término que utiliza: Ella invoca “piedad”, así como se hace frecuentemente en los Salmos (por ejemplo 6,2; 9,13; 24,16, 51,3 y muchos otros). Nos han dicho que es una pagana, de ahí que sorprenda que ponga en sus labios lo mejor de la oración de Israel. Le da dos títulos a Jesús, “Señor” e “Hijo de David”, títulos que evocan el misterio de Jesús que los discípulos han venido conociendo gradualmente. Su oración se inserta en una experiencia de Jesús y no es simplemente un favor que se pide sin involucrarse en su misterio. Le expresa la realidad de su hija: “está malamente endemoniada” (15,22). No pide que la cure, simplemente dice que es lo que pasa. La mujer apela a un Jesús “pastor” para quien es suficiente “ver” para “compadecerse” y “actuar”.
Los discípulos quieren deshacerse de ella. Los discípulos intervienen y hacen que se rompa el silencio que hasta el momento ha guardado Jesús. Sus palabras suenan más a un “quitársela de encima” que a un verdadero gesto de misericordia. Ellos están cansados de los gritos de la señora, no parecen realmente interesados en ella. La respuesta de Jesús nos recuerda su dicho sobre los destinatarios de la misión en Mateo 10,6, allí limitó su misión al mundo de Israel (ver también 10,40 y 21,37). Pero cuando miramos la totalidad del evangelio de Mt comprendemos que esta aparente limitación se refiere a una etapa de la misión, no a la totalidad, puesto que al final del evangelio, el destinatario de la misión es el mundo entero (ver Mt 20,19-20). De ahí que las palabras de Jesús se comprenden mejor como una advertencia al pueblo de Israel (el pueblo de la oración sálmica), que ha sido el primer destinatario de su obra salvífica pero que ha venido progresivamente cerrándose a su anuncio. Por tanto, la fe de la mujer será un juicio para Israel, y la sanación de su hija, el preludio de la nueva etapa misionera.
La mujer ora de cerca. Ahora la mujer aparece frente a Jesús, a quien ya puede abordar directamente. Da la impresión de que la mujer no hubiera escuchado el diálogo anterior de Jesús con los discípulos. Ella irrumpe de repente con su súplica, que esta vez aparece más rica y profunda: Se “postra” en adoración (nos recuerda el gesto de las mujeres en la mañana de la pascua, 28,9.17). Llama a Jesús de nuevo “Señor” (recordemos el grito de Pedro sobre el lago). Expresa su solicitud: “Socórreme” (que nos recuerda los Salmos 43,26; 69,5; 78,9; 108,26 y otros). En el diálogo con Jesús ocupa un lugar central el don del pan, que significa la plenitud del bien y que es el don propio de un padre para sus hijos. Sagazmente la mujer retoma las palabras de Jesús y las pone a su favor: a los perritos les tocan las migajas que caen de la mesa de los patrones. Ella hace una profunda reflexión: ve a los hijos como a sus patrones, comprendiendo la obra de Jesús con ella como la extensión de su misión al pueblo judío, su rebaño (ver Isaías 53,6; Miqueas 2,12). La mujer se sabe colocar en el lugar de los pequeños que entran en el Reino (ver 18,4). Entonces Jesús le concede lo pedido. ¿Cómo ve esta mujer a Jesús? La mujer sospecha que este Hijo de Israel tiene un corazón grande y que el banquete en el que él da el pan es de una abundancia tan grande, tan extraordinaria, que es para todos, no importan los comensales: incluso los perritos. Esta mujer intuye que donde está la salvación todos se pueden beneficiar.
Este itinerario de fe y de oración de la mujer es importante para nosotros, nos permite ver el trasfondo espiritual, los gestos, las palabras y sobre todo la actitud fundamental de una oración de intercesión. Y un dato importante: se trata de una oración autoincluyente, o sea, al pedir por su hija esta mujer pide también por sí misma (“Ten piedad de mí”, “Socórreme”), mostrando así que lleva en su corazón orante el dolor de su hija y que, por tanto, también la madre necesita sanación. Esta identificación de fondo, haciendo propio el dolor de aquél por el cual se suplica es característica de una auténtica oración.
“¡Mujer, grande es tu fe!” (15,28). Como a Jesús, a uno le sorprende cómo muchas veces a las mujeres –especialmente en su amor y en su dolor de madres- les sea concedido llegar –más allá de toda previsión- a una relación más profunda con Dios.