MATEO 16,24-28: SEGUIR FIELMENTE AL MAESTRO… “SI ALGUNO QUIERE VENIR EN POS DE MÍ…”

¿Cuál es el “pensamiento de Dios” que Pedro y los discípulos deben aprender? El verdadero discipulado no se logra fácilmente porque es un “seguimiento” (16,24c) del ejemplo del Maestro Jesús y esto tiene su precio.

Es así como comienza una instrucción de Jesús, “a sus discípulos”, sobre la naturaleza del discipulado.

Seguir al Maestro cargando la Cruz (16,24-25). “Si alguno quiere venir en pos de mí…”. Después de la imprudente, pero honesta, reacción de Pedro, Jesús enseña que ser discípulo significa seguirlo en el camino hacia Jerusalén, donde le espera la Cruz. Entrar en esta ruta supone una escogencia libre: “Si alguno quiere…”. En el horizonte está la Cruz de Jesús, la que Él ha tomado primero. Ante ella, e imitando al Maestro el discípulo hace tres cosas: (1) Se “niega a sí mismo”. Negarse a sí mismo significa no anteponer nada al seguimiento. El valor de Jesús es tan grande que se es capaz de dejar de lado aquello que pueda ir en contradicción con Él y sus enseñanzas. (2) “Toma su (propia) cruz”. El estar prontos a seguir llevando la cruz implica el estar prontos a dar la vida. Puede entenderse como: la radicalidad de quien está dispuesto a ir hasta el martirio por sostener su opción por Jesús; la fortaleza y perseverancia frente a los sacrificios y sinsabores que la existencia cotidiana del discípulo comporta; la capacidad de “amar” y de transformar la adversidad en una fuente de vida. (3) “Sigue” a Jesús. En fidelidad al Maestro, como alguna vez propuso san Francisco de Asís, el discípulo pone cada uno de sus pasos en las huellas del Maestro. La motivación fundamental es esta contraposición: “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá /pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (16,25). Estas dos posibilidades contrapuestas, puestas ahora en consideración, iluminan el sentido del seguir a Jesús con la cruz partiendo de la idea de la vida. En pocas palabras: la meta del discipulado es encontrar la vida, lo cual corresponde al deseo más profundo de todo ser humano. Ahora bien, esta meta puede ser lograda o fracasada solamente de manera radical, no hay soluciones intermedias. La vida, aquí y más allá de la muerte, se consigue mediante un gesto supremo de donación de la propia vida. Hay falsas ofertas de felicidad (o “realización de la vida”) que conducen a la pérdida de la vida; la vida es siempre un don que no nos podemos dar a nosotros mismos, en cambio, siempre estamos en capacidad de darla. En esta lógica: quien pierde la propia vida por Dios y por los demás, “la encontrará”.

Una sabia decisión que hay que tomar con base en argumentos sólidos (16,26). Enseguida Jesús plantea dos preguntas que llevan a conclusiones irrefutables. Éstas están formuladas de tal manera que sólo pueden tener una respuesta negativa: (1) “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”. Respuesta obvia: “De nada”; (2) “¿Qué puede dar al hombre a cambio de su vida?”. Respuesta obvia: “Nada”. Para captar lo específico de este dicho de Jesús hay que considerar la característica propia de la idea de la vida. No se habla aquí de la vida como de un valor biológico, de una vida larga y ojalá con buena salud. Se trata del sentido de la vida. La verdadera vida, la cual según la Biblia se alcanza en la comunión con Dios, se logra –en última instancia- mediante el seguimiento de Jesús. El seguimiento de Jesús es, entonces, un camino completamente orientado a la vida, a la existencia plena y realizada. Ésta se pone en riesgo cuando se vive de manera equivocada, cuando se construye sobre falsas seguridades. Al referirse a gente que quiere “ganar (=conquistar) el mundo entero”, Jesús denuncia la falsa confianza puesta en propiedades y riquezas. A esto se había referido ya el relato de las tentaciones de Jesús: la búsqueda y apego al poder, al prestigio, a lo terreno, como caminos de felicidad o como metas de vida. Nadie puede darse a sí mismo la vida y su sentido. El verbo en futuro, en la expresión “¿de qué le servirá al hombre?”, invita a poner la mirada en el tiempo final, en el cual cada uno verificará si ha logrado o no el objetivo de su vida.

La responsabilidad del discípulo en el tiempo final: dar cuenta de la “praxis” (16,27). “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Finalmente, y extendiendo más aún la mirada hacia el futuro, Jesús hace referencia al tiempo final de la venida del Hijo del Hombre: donde se valora la vida como un todo. La valoración está en manos del Hijo del hombre; los ángeles aparecen formando su corte.

La expresión “en la gloria de su Padre” indica a Jesús como Hijo de Dios. El “Hijo del hombre”, quien –habiendo pasado por la humillación y el rechazo- culmina su camino triunfante, es, en última instancia, el “Hijo de Dios”; el mismo a quien Pedro –sin captar todas las implicaciones- había confesado como tal un poco antes. Y frente al “Hijo” por excelencia se desvela la verdad de todo hombre. En este momento de revelación final, cada hombre debe responder por su vida. Particularmente para el “discípulo” de Jesús es la hora de la verdad de su discipulado. La síntesis del criterio de juicio sobre el obrar humano no es lo que haya dicho o prometido hacer (ver Mateo 7,21-23) sino su “hacer” real: “Pagará a cada uno según su conducta”. En el Sermón de la montaña, Jesús había dicho: “el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (7,21) y también “por sus frutos los conoceréis” (7,16ª); también en la parábola del rey: “cuanto hicisteis… cuanto dejasteis de hacer” (25,40.45). Esta praxis no está referida solamente a acciones particulares -como pensaban los rabinos- sino al estilo de vida, la vida entendida como unidad.

El discipulado es moldear la vida entera en la dinámica del seguimiento del que fue camino a la Cruz para recibir allí, del Padre, la vida resucitada. La Cruz no sólo es para ser contemplada sino para hacerla realidad en todas las circunstancias de la vida. De esta manera el discípulo reconoce y asume el destino de su Maestro en el propio. El discipulado es un camino de vida, una verdadera vida que vale la pena descubrir. Y es para todos, no sólo para los apóstoles.

P. Fidel Oñoro, cjm – Centro Bíblico del CELAM 

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