El “Otro”, que es el Padre, y los “otros” que somos los hombres, son los puntos referenciales de la vida y ministerio de Jesús; en su caminar estará siempre tejiendo esta doble relacionalidad. Todo discípulo está llamado a seguir este camino de descentramiento personal combatiendo el mal que lo aprisiona en su egoísmo. El ejercicio del amor es el gran horizonte espiritual que Jesús nos propone. Y, por supuesto, el amor tiene que ser probado verificando sus motivos internos. Por eso el evangelio de hoy se presenta en términos de juicio, de evaluación. Por un momento nos transportamos hasta lo que será el momento final de nuestras vidas, el encuentro cara a cara con Jesús para responder por lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer, de manera que tomemos a tiempo decisiones que nos permitan llegar a alcanzar el mayor deseo de nuestro corazón: “Que mi vida futura espejo sea sin fin de tu hermosura!” (Himno de Laudes).
En la parábola de Mateo 25,31-46, la majestad del Rey no anula la premura delicada del pastor que presta su último servicio al rebaño que ha pastoreado un día entero. Se tiene presente el momento en el que, al guardar el rebaño en el aprisco, se da a la tarea de separar las ovejas de los cabritos, los cuales necesitan mayor calor. El miedo que causa la idea de un juicio viene matizado con esta imagen del Pastor, quien representa siempre cuidado, atención y amor con su rebaño. La separación que opera el Rey con actitud de pastor es una invitación para que revisemos de qué lado está cada uno de nosotros. El criterio fundamental es el amor y está formulado en la frase: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Tres puntos fuertes aparecen:
(1) El amor se mide por el “hacer” no por los sentimientos que declaramos ni simplemente por la intención.
(2) El amor pedido tiene un distintivo: a “los más pequeños”. En Mateo el pequeño es el frágil física, emocional y espiritualmente; el que necesita todo tipo de apoyo. Se caracteriza también por su invisibilidad social.
(3) Jesús se identifica con los “pequeños” a quienes llama “hermanos míos”. Hay una presencia sacramental de Jesús en ellos y con mayor densidad porque son sus hermanos en el sufrimiento. Por eso al pequeño se le respeta como se respeta la inmensa grandeza de Jesús coronada por el camino de la Cruz (sentido del título “Hijo del hombre”). Es en ellos donde Jesús -el amado- pide ser buscado, honrado y servido.
La parábola no deja nada en abstracto. Los indicadores específicos de este “hacer” en el que se ejercita todo el que ama a Jesús son seis situaciones de precariedad donde la ayuda es inaplazable: (1) el hambre, (2) la sed, (3) la necesidad de techo, (4) la desnudez, (5) la enfermedad, (6) la pérdida de la libertad en una cárcel. Todas ellas, si las leemos en binas, nos piden una apertura grande de corazón para (1) compartir la mesa, (2) acoger con el doble abrigo de la casa y del vestido propio y (3) salir de la comodidad para buscar a uno que está solo y que, humillado, no puede valerse por sí mismo. La capacidad de respuesta efectiva ante el sufrimiento del otro es la medida del amor. La cuaresma nos pide este ejercicio del amor: dilatar el corazón hasta que sea tan grande, tan descentrado de sí mismo y salvífico como el del Crucificado. “Al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor”, dice san Juan de la Cruz.