MARCOS 8, 27-37: “Tú eres el Hijo de Dios vivo.”
La palabra de Dios de este domingo quiere afirmarnos en nuestro seguimiento de Cristo mostrando con toda claridad qué significa ser discípulo cristiano.
Este es un día para agradecer a las generaciones de creyentes que nos han precedido y nos transmitieron la gracia de la fe cristiana, la cual ha sido conservada por la Iglesia a lo largo ya de dos milenios. Es un buen inicio para ser discípulo cristiano haber recibido la herencia de la fe y el llamado de Dios a perseverar como cristianos siguiendo a Cristo, Nuestro Dios y Señor bajo la guía del Espíritu Santo.
La respuesta a la pregunta que Jesús dirige a los primeros discípulos ¿quién dicen ustedes que soy yo?, ha sido resuelta por la Iglesia primitiva y ha sido transmitida a nosotros a través las Sagradas Escrituras y por medio de las formulaciones de la fe, sobre todo a través del Credo.
La pregunta: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”, dirigida a nosotros hoy, se puede responder como en dos momentos. El primer momento consiste en ponernos delante del Señor y contestar con la mayor sinceridad posible quién es Él para mí. El segundo momento consiste en examinar la validez de mi respuesta con aquello que Jesús es, conforme a la fe que profesa la Iglesia de todos los tiempos. Es decir, la pregunta quiere llevarnos más allá de expresar una opinión, quiere que sigamos progresando como discípulos cristianos conforme al querer del Señor.
La gran mayoría de nosotros estamos ya en el primer nivel de la fe como Pedro. Reconocemos a Jesús como el Mesías y tenemos razón porque Jesús es el Mesías, Él es nuestro Salvador que nos sostiene en nuestras luchas y tiene poder para darnos aquello que le pedimos con fe y es conforme con la voluntad de Dios. Bendito sea Dios Padre Celestial que por la gracia del Espíritu Santo nos permite reconocer a Jesús como nuestro Señor y Salvador (cf. 1 Co 12,3).
El Señor en el evangelio que hemos escuchado hoy, quiere que tengamos una visión completa de su persona: Él es, en todo lo que los ojos carnales pueden ver, un ser humano que suscitó desprecio y odio en aquellos que habían puesto su confianza en las grandezas de este mundo y eran incapaces de creer en el Dios que lleva a cabo su obra a través de las acciones más simples y cotidianas. Él es el hijo del hombre que fue condenado a muerte por declarar que también los pobres, los enfermos, los que sufren, los pecadores son hijos queridos de Dios en medio de sus sufrimientos.
Él es el Hijo de Dios que cuelga de la cruz y quiere seguir siendo reconocido y servido en los crucificados de la tierra. Él es también, el Resucitado que triunfó sobre la debilidad humana abrazando su fragilidad, sabiendo que el sentido último de su existencia estaba más allá de las grandezas y de las miserias humanas. Jesús sabe que el destino último y el sentido de su existir tenían su fundamento en su Padre Celestial que envió a su Hijo para que el mundo tuviera vida en su nombre (cf. Jn 3,16).
Como Pedro también cada uno de nosotros está en el peligro de convertirse en Satanás, y esto ocurre cuando rechazamos el camino de la cruz que Jesucristo nos trae. Si rechazamos ese camino, deshumanizamos nuestra propia persona nos convertimos en deshumanización hacia todo otro ser, casi que nos erigimos en Dios y pretendemos que todos y todo esté sometido a su voluntad.
Negar el camino de cruz, es negarse a recorrer el camino de la existencia humana tal como es; negar el camino de la cruz es negar que Dios está presente incluso en medio de las sombras y dolores que experimentamos como humanos. Negar el camino de la cruz, es negar que Dios tiene un plan y un propósito con cada una de nuestras vidas.
Ahora bien, aceptar el camino de la cruz significa caminar con Jesús y andar de continuo como Él anduvo (1 Jn 2,6). Aceptar el camino de la cruz, significa renunciar a sí mismo aceptando la soberanía de Dios sobre la propia vida, conduciéndola según sus enseñanzas y mandatos. Ahora bien, esta renuncia a nosotros mismos, para cederle a Dios el timón de nuestra vida, hace que nos apropiemos y nos tomemos en serio la propia existencia.
Aceptar el camino de la cruz, significa cargar la propia cruz con paz, con la paz de quien acepta los límites de la existencia humana, y sabe además que es en la debilidad donde se pone de manifiesto la fuerza de Dios (2 Co 12,10), pues nuestras miserias humanas, lejos de hacernos despreciables a los ojos del Señor nos convierte en objeto de sus cuidados. Aceptar el camino de la cruz significa entregar la vida, en vez de guardársela para sí, es decir significa vivir la vida como un don para los demás y una ofrenda para Dios. Entregar la vida para la gloria de Dios y el bien del prójimo como lo hizo Jesús, nos da la certeza de qué vale la pena vivir, sabiendo que nuestra vida es un caminar hacia la plenitud en Dios y fuente de esperanza para los que andan desalentados, y todo esto, en medio de tribulaciones y alegrías.
Pidamos al Padre Celestial que nos hizo cristianos en la fuente bautismal y nos renueva la gracia de su llamada a través del Espíritu Santo, que como al profeta nos haga oír sus palabras, nos conceda obedecerlas y perseverar en el camino, viviendo con la certeza de que toda cruz esconde una promesa de vida, y que la vida gana consistencia cuando se vive para la gloria de Dios y el bien del prójimo. Y que María que cargó tantas cruces y creyó que Dios las transformaría, y que se mantuvo en pie ante su Hijo Crucificado, nos inspire con su fe valiente y nos cubra con su maternal intercesión.
Padre Fernando