San Juan 13, 31-33a. 34-35

EN QUÉ SE RECONOCE A UN DISCÍPULO DE JESÚS:
El amor a la manera del Crucificado

La oscuridad del discípulo desertor que se va. Judas acaba de salir del cenáculo para alejarse definitivamente de Jesús (Juan 13,30a). En el momento en que lo hace el evangelista anota: “era de noche” (13,30b). Judas se pierde en medio de las tinieblas –una forma concreta de describir el apartarse del proyecto de Jesús- para ponerse al servicio del poder del mal, es decir, del odio al Maestro.

La luz que proviene de la entrega amorosa de Jesús en la Cruz. Como consecuencia de la “entrega” (13,21), Jesús también se va, pero en otra dirección: la de la Gloria de Dios. Es así como Jesús toma la palabra y comienza a hablar insaciablemente de la glorificación. En el esplendor de esta luz se revela el amor extraordinario e incondicional de Dios por los hombres, una luz que brillará también en la vida de los discípulos cuando sean capaces de amarse con la profundidad y la fidelidad con que lo hizo Jesús crucificado (13,34-35). En las últimas horas de convivencia terrena de Jesús con sus discípulos habla de su futuro y del de sus discípulos…, Jesús le ayuda al resto de sus discípulos a entender (1) el sentido de su muerte en la Cruz (13,31-32) y (2) cuál será el oficio más importante de ellos a partir del momento en que ya no lo tengan de forma visible ante sus ojos (13,33-35). Si por la gloria de Jesús en la Cruz se reconoce en Él la presencia de Dios, también por el amor que se tienen los discípulos entre sí se descubrirá que están en comunión estrecha con Jesús y, por lo tanto, que la gloria de Jesús Resucitado está en medio de ellos. Esta es la dinámica que el evangelio de este domingo nos invita a considerar y a vivir.

La luz de la gloria que proviene de la Cruz (13,31-32).“Cuando salió (Judas), dice Jesús: ‘Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él…” . A lo largo de su ministerio, en todo lo que hizo, Jesús siempre acentuó su relación con el Padre: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre” (5,19). Y todavía más, Jesús describe la relación Padre-Hijo en términos de uno que envía y otro que es enviado, con razón decía que “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (4,34). No hay lugar a duda: las palabras y las obras del Hijo provienen del Padre y ponen en evidencia la relación estrecha que hay entre los dos. Esto se aplica ahora a la Pasión y Muerte de Jesús. La Cruz no es separación ni abandono de parte del Padre, sino todo lo contrario: la revelación de cuán hondamente Dios está en la vida de Jesús. Decir que el Hijo “glorifica” al Padre y que el Padre “glorifica” al Hijo, indica que el uno revela al otro en la más asombrosa claridad. Esto merece un breve paréntesis explicativo: en el lenguaje bíblico, “glorificar” significa “hacer visible” a alguien en el luminoso esplendor de su verdadera realidad; glorificar: es “evidenciar”, “visibilizar” lo más profundo del otro, “sacar a la luz” su grandioso misterio escondido. Pues bien, en el don de su propia vida –sin límites y hasta el extremo- y en sus consecuencias salvíficas –victoria sobre el mal y salvación para los hombres-, el Padre y el Hijo han llevado a culmen la misión y le han revelado al mundo el esplendor (1) de su relación recíproca y (2) de su relación con la humanidad. 

El amor recíproco de los discípulos de Jesús bajo la luz radiante del amor primero del Maestro (13,33-35). La primera parte del pasaje de hoy centra nuestra atención en el amor entre el Padre y el Hijo que se da a conocer por medio de la “glorificación” en la Cruz; allí los discípulos comprendieron cuánto los amaba Jesús.  La segunda parte, que abordamos ahora, se centra en la relación entre los discípulos de Jesús, ¿qué se debe reflejar allí?

Un mandato nuevo (13,34).  Esta es la manera concreta como (1) Jesús continuará en medio de su comunidad y, al mismo tiempo, (2) los discípulos serán identificados en cuanto tales en el tiempo pascual. Cada uno de los discípulos ha sido amado fuertemente por Jesús. Ahora la vida de ellos debe estar sostenida y orientada por este mismo amor. La experiencia del amor de Jesús, cuya cumbre se capta y se recibe en el amor de la Cruz, envuelve completamente la vida de los discípulos. Esta vida en el amor es la luz de los discípulos. Jesús habla de un “mandato nuevo” (13,34). Lo nuevo está en la experiencia de base: Jesús no habla de amor en abstracto o de forma genérica sino que su referente es el “como yo os he amado”. El mandato no está en el simple hecho de “amar” sino de “amar a la manera de Jesús”. Por eso debe ser un amor de aceptación del otro aún en su pecado, un amor que efectivamente ayuda y transforma, un amor que se despoja de sí mismo para buscar el bien del otro, tal como hizo Jesús. De esta forma se revelará que Jesús está vivo y presente en medio de sus discípulos. 

Un amor que revela la presencia del Resucitado (13,35). “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos por los otros”. El amor del Padre y del Hijo en la Cruz capacitan al verdadero discípulo –aquél que ha adherido vitalmente su existencia a la de Jesús- para continuar en el mundo la fuerza de este amor. Jesús no se ha limitado a mandar que nos amemos sino que nos ofrece ante todo la experiencia de su propio amor, vaciándolo en nuestros corazones, creando así entre Él, nosotros y los que nos rodean, un nuevo espacio vital y una nueva dinámica relacional. Abrirse al amor de Jesús, para recibirlo y ofrecerlo, es abrirse también a su “glorificación”. Por eso el amor de los discípulos manifiesta el amor de Jesús.

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