Una herida que se sana. El grupo que ha sido convocado en Galilea tiene una herida producida por la traición y la muerte de Judas: ya no son “Doce” (ver 10,2.5; 26,20), sino “Once” (“Los once discípulos marcharon a Galilea…”). Esta herida recuerda que todos han sido probados en su fidelidad a Jesús. Ellos se han encontrado con su propia fragilidad. Cuando comenzó la pasión de Jesús, todos los discípulos interrumpieron el seguimiento: la traición de Judas (26,47-50), la triple negación de Pedro (26,69-75) y la fuga despavorida de los otros diez (26,56). Con todo, Jesús sana la herida provocada por la ruptura del seguimiento. No llama a otros discípulos, sino a los mismos que le fallaron en la prueba de la pasión.
Los discípulos llegan a Galilea cargando sobre sus espaldas toda la historia dolorosa de la deslealtad. Pero la confianza del Maestro se muestra mayor que la fragilidad de sus discípulos. Jesús sí cumple sus promesas hechas durante la última cena. Es bello notar que en este encuentro con el Maestro después de la dolorosa historia de traición, negación y fuga, no escuchan ni una sola palabra de reclamo por parte de Jesús. Más bien todo lo contrario: cuando los manda llamar a través de las mujeres, los denomina por primera vez “mis hermanos” (28,10).
La reacción ante el Resucitado: adoración y duda. Así como lo había prometido (28,7.10), ellos ven al Resucitado. La primera reacción es que se arrojan por tierra en un gesto de adoración que nos recuerda el comienzo del evangelio (cuando los magos “vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron”; 2,11). También en medio del evangelio habíamos visto un gesto similar por parte de los discípulos: “Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: „Verdaderamente eres Hijo de Dios” (14,33). En este momento cumbre del evangelio, los discípulos reconocen a Jesús resucitado como el Señor. Pero Mateo hace notar que algunos todavía “dudan”. No debe extrañarnos. Reconocimiento y duda pueden estar juntos, como lo muestra la petición: “Creo. Ayúdame en mi incredulidad” (Mc 9,24).
“Id, pues, y haced discípulos” La tarea fundamental es hacer discípulos a todas las gentes. Por medio de ellos el Señor resucitado quiere acoger a toda la humanidad en la comunión con Él. Hasta ahora ellos han sido los únicos discípulos. Jesús los llamó y los formó mediante un proceso de discipulado. En este momento los discípulos son enviados para dar en el tiempo post-pascual lo que recibieron en el tiempo pre-pascual. Hacer “discípulos” es iniciar a otros en el “seguimiento”. De la misma manera que Jesús los llamó a su seguimiento y a través de ella los hizo pescadores de hombres (4,19), también los misioneros deben atraer a todos los hombres al seguimiento de Jesús, con el cual vivieron y continúan viviendo. “Seguimiento” quiere decir configurar el propio proyecto de vida en la propuesta de Jesús, entablar una cercanía con la persona de Jesús, entrar en comunión de vida con Él. El “discipulado” supone la docilidad: aceptar que es Jesús quien orienta el camino de la vida, quien determina la forma y la orientación de vida. El “discipulado” lleva a abandonarse completamente en Jesús, porque sólo Él conoce el camino y la meta y nos conduce con firmeza y seguridad hacia ella. Este camino y esta meta se han revelado a lo largo del evangelio. Entonces, la esencia de la misión de los discípulos es conducir a toda la humanidad a la persona del Señor, a su seguimiento. De la misma manera como Jesús los llamó, sin forzarlos sino seduciendo su corazón y apelando a la libre decisión de cada uno, así ellos deben hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra.
El Resucitado muestra el significado pleno de su nombre “Emmanuel”, “Dioscon-nosotros” (28,20b) “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” Durante su ministerio terreno, la relación de Jesús con sus discípulos estuvo caracterizada por su presencia visible y viva en medio de ellos. A partir de la Pascua esta presencia no termina, sino que adquiere una nueva modalidad. Jesús utiliza una expresión conocida en la Biblia. En el Antiguo Testamento la expresión “El Señor está contigo”, le aseguraba a la persona que tenía una misión particular que Dios lo asistiría con poder y eficacia en su tarea. Con ello se quería decir que Dios no abandona al hombre a sus propias fuerzas, sino más bien que a la tarea que Dios le encomienda se le suma su presencia y su ayuda. Jesús, a quien se le ha dado todo poder, habla con la potestad divina, asegurando su presencia y su ayuda a la Iglesia misionera. Quien al principio fue anunciado como el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros” (1,23), muestra ahora la verdad de esta expresión: Él es la fidelidad viviente del Dios de la Alianza que permanece al lado de sus discípulos con todo su poder, con su vivo interés y con su poderosa asistencia a lo largo de toda la historia. En fin… La celebración de la Ascensión nos coloca ante estas palabras de Jesús, quien la plenitud de su potestad toma determinaciones hacia el futuro. Él, ya no estará de forma visible en medio de sus discípulos, pero sí garantiza su presencia poderosa en medio de los suyos. Así permanecerá “hasta el fin del mundo”, hasta que no ocurra con su venida el cumplimiento, y con él la plena e inmediata comunión de vida con la Trinidad Santa.