UNA HERMOSA PEDAGOGÍA DE LA FE PASCUAL:
El itinerario de la fe pascual
Juan 20, 19 –31
El evangelio de este domingo nos presenta un itinerario de fe pascual bien elaborado.
Jesús se pone en medio: “Se presentó en medio de ellos” (20,19c). Lo primero que hace Jesús es mostrarles que lo tienen a él, vivo, en medio de ellos, y su presencia los llena de paz y alegría. En un mundo que les infunde miedo, ellos tienen en medio al vencedor del mundo. Recordemos que la última palabra de su enseñanza cuando se despidió de ellos fue: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (16,33).
Jesús les muestra las llagas de sus manos: “Dicho esto, les mostró las manos…” (20,20ª). El Resucitado no sólo habla de paz, sino que se legitima delante de sus discípulos, dándole un fundamento sólido a su palabra. Para ello les muestra sus llagas. Los discípulos aprenden entonces que el que está vivo delante de ellos es el mismo Jesús que murió en la Cruz: el Resucitado es el Crucificado. Mostrar las llagas tiene un doble significado: (1) es una expresión de su victoria sobre la muerte; es como si nos dijera: “Mira he vencido”. (2) Es un signo de su inmenso amor, un amor que no retrocedió a la hora de dar la vida por los amigos; y es como si nos dijera: “Mira cuánto te he amado, hasta dónde he ido por ti”.
Los discípulos, finalmente, reaccionan con una inmensa alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (20,20c). La alegría pascual había sido una promesa de Jesús antes de su muerte: “Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo… Vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (16,20.22).
Ahora, cuando los discípulos “ven” a Jesús, la promesa se convierte en realidad. Jesús resucitado es el fundamento indestructible de la paz y la fuente inagotable de la alegría.
Los discípulos reciben la misma misión de Jesús: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (20,21). Jesús les da la paz a sus discípulos por segunda vez y conecta este don con la misión que les confía. Quien participa de la misión de Jesús, también participa de su destino de Cruz, por eso los misioneros pascuales deben estar arraigados en la paz de Jesús. Jesús envía a sus discípulos al mundo con plena autoridad (“Yo os envío”), así como el Padre lo envió a Él (ver también 17,18). En la pascua se participa de la vida del Verbo encarnado y una forma concreta de participar de su vida es continuar su misión en el mundo. Como se ve enseguida, el Espíritu Santo es también el principio creador de la misión.
Los discípulos reciben la misma vida de Jesús: “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’” (20,22ª). Para que la misión sea posible, los discípulos deben estar revestidos del Espíritu Santo. Cuando Jesús sopla el Espíritu Santo sobre ellos los hace “hombres nuevos”. El mismo Jesús de cuyo costado herido por la lanza brotó el agua que es símbolo del Espíritu Santo (ver 7,39), él mismo –como en el día de la creación- infunde en los discípulos el “Ruah”, esto es, el “Soplo vital” de Dios.
Los discípulos reciben la misma autoridad de Jesús: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados…” (20,23). Finalmente el Resucitado envía a los discípulos con plena autoridad para perdonar los pecados. El perdón de los pecados es acción del Espíritu, porque ser perdonado es dejarse crear por Dios. Es así como en la Pascua se realizan plenamente las palabras que Juan Bautista dijo acerca de Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (1,29). Quien acoge a Jesús resucitado, experimenta su salvación, sus pecados son perdonados y entra en la comunión con Dios.
Segunda parte: el drama del nacimiento de la fe en el corazón del incrédulo Tomás (20,24-29). La segunda parte del evangelio de este domingo nos presenta la pedagogía de la fe pascual para todos aquellos cuyo “creer” tiene como punto de partida la “predicación-testimonio” de la Iglesia. El apóstol Tomás, ausente en el primer encuentro con el Resucitado, rechaza el testimonio de los otros discípulos (“Hemos visto al Señor”, 20,24), no confía en ellos, porque los considera víctimas de una alucinación colectiva. Él exige ver a Jesús personalmente para constatar que se trata del mismo Jesús que conoció terrenalmente, con las cicatrices de los clavos y la herida de lanza (ver 20,24-25).Y el Señor acepta el desafío de Tomás. Jesús no rechaza su solicitud sino que, contrariamente a lo que se podría esperar, le concede lo pedido. Pero si bien mediante el contacto con sus llagas lo conduce a la fe, una fe nunca antes vista, Jesús recalca que la verdadera fe que merece bienaventuranza es de los que creen sin haber visto, es decir, la fe que no depende de las condiciones puestas por este apóstol. Veamos el itinerario. Tomás reacciona con una altísima confesión de fe, como ninguno antes que él: “¡Señor mío y Dios mío!” (20,28). Tomás se demoró más que todos los demás para llegar a la fe, pero cuando llegó los sobrepasó a todos. Cuando dice “Mi Señor”, Tomás está reconociendo que con su resurrección Jesús ha mostrado que es verdadero Dios, ya que “Señor” es la forma como la Biblia griega lee el nombre de “Yahveh”. Por tanto Jesús es Dios así como Dios Padre: con la resurrección Él ha entrado en la posesión de la gloria divina, la gloria que tenía en el Padre antes de la creación del mundo (ver 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a su voluntad y se abre a la acción de su mano poderosa. Esta relación con Jesús, basada en su Señorío, tiene validez porque Jesús es Dios. Por eso lo acepta como “¡Mi Dios!”. Tomás reconoce a Jesús como el mismo Dios en persona que se acerca a cada hombre en su realidad histórica para salvarlo dándole vida en abundancia. Para Tomás, todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que Dios obra.