Esta vez un fariseo pregunta por el mandamiento “mayor” de la Ley. En los tiempos de Jesús, el celo por la Ley (además de una cierta manía), había catalogado 613 entre los mandamientos y prohibiciones de la Biblia. De tanto mandamiento la gente resultaba cansada y sedienta de sentido y de orientación para la vida: ¿Será que todos los mandamientos tienen la misma autoridad e importancia, o habría una jerarquía, un orden de importancia entre ellos? Había muchas respuestas a esta pregunta. Los entendidos en Biblia se perdían en discusiones interminables y estériles, se dividían en escuelas, cada una defendiendo una solución, y nunca llegaban a un acuerdo.
Quien se acerca a Jesús es un “legista”. Esto es, un maestro de la Ley, un experto en los textos de la Torah y sus aplicaciones a la vida cotidiana de los israelitas. Llama a Jesús “Maestro”, un título que en boca de los adversarios suena ambiguo, puede ser un reconocimiento o una ironía. Quizás sea más lo segundo, puesto que Mateo nos dice que “le preguntó con ánimo de ponerlo a prueba” (22,35), es decir, con mala intención. El fariseo espera que Jesús responda de forma equivocada: o que ignore algún tema importante de la Ley o que denigre algunas normas; esto llevaría a Jesús a ponerse en contra de Dios.
El planteamiento. Sigue la pregunta, “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (22,36). La pregunta puede referirse a un mandamiento en particular dentro de toda la lista posible, pero también puede significar: ¿Qué tipo de mandamiento es el mayor en toda la Toráh? Con todo, la cuestión apunta hacia el “primero”, aquél del cual se derivan –como en una jerarquía de valores- todos los demás mandatos del código legal.
La respuesta. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (22,37-39). El amor a Dios. La primera tarea es amar a Dios con todas las fuerzas que tengamos. Las facultades que aquí se mencionan son: (1) El corazón: la dimensión volitiva del hombre, su “querer”, sus “decisiones”. (2) El alma: que en la antropología bíblica es la “fuerza vital”. (3) La mente: la dimensión intelectiva, nuestra capacidad de representar el mundo. Con ello se quiere decir que debemos emplear todas nuestras fuerzas, sin excepción, en el amor de Dios. La entrega a él y por él debe ser total, por eso a cada dimensión enunciada se le añade un “todo”.
El amor al prójimo. Jesús agrega: “El segundo (mandamiento) es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (22,39). En otras palabras, el amor que tenemos por nosotros mismos es el parámetro del amor que debemos tener por nuestros hermanos. ¿Cómo entender el amor por nosotros mismos? El amor por nosotros mismos no consiste en fuertes sentimientos y emociones, sino en la aceptación de nosotros mismos con todo lo que somos, lo que tenemos, lo que constituye nuestra personalidad, nuestras potencialidades y nuestras limitaciones. Cuando nos aceptamos a nosotros mismos le decimos “sí” al amor de Dios que nos ha creado, a ese amor que toma forma en nuestra persona. El mandato dice que el amor al prójimo debe ser de la misma naturaleza del amor por nosotros mismos. Esto es, aceptamos al prójimo en su singularidad, lo reconocemos en su existencia como un “otro” amado y creado por Dios.
El hecho es que Jesús no se limita a señalar uno o dos mandamientos principales entre los demás. Si así fuera, se colocaría en el mismo nivel de pensamiento de sus adversarios. Jesús va más lejos al presentar a Dios y al prójimo como la raíz y la fuente de todo comportamiento ético.