- Jeremías se nos presenta aquí como un tipo o figura de Cristo. Juzgado por anunciar la verdad, arrestado, arrojado a un aljibe (símbolo de la muerte y bajada al sheol). Sin embargo, fue sacado de allí (resurrección), para continuar su misión. Lo que parecía ser el fin del profeta y el triunfo de sus enemigos, Dios lo cambió en restablecimiento, para comenzar con el profeta una nueva etapa para el pueblo (Jr 38,4-6.8-10).
- El autor sagrado nos invita a imitar a aquellos hombre y mujeres del Antiguo Testamento que, eligiendo a Dios sobre todas las cosas, se mantuvieron fieles y constantes en todas las pruebas y persecuciones. El éxito de la constancia está ahora en mantener los ojos fijos en Jesús, es decir, en trabajar permanentemente en su imitación. Mientras los fieles del Antiguo Testamento vieron las promesas de lejos, nosotros ya vemos la promesa cumplida en Jesús. Él está sentado a la derecha del Padre en la Gloria celestial (Hb 12,1-4).
- Jesús vino a salvarnos y a derramar el Espíritu Santo sobre el mundo (fuego), pero para llevar a cabo este deseo y voluntad del Padre, debía pasar por un bautismo de sufrimiento y muerte. Todos estamos llamados a participar de este bautismo, ya sea místicamente (sacramentalmente), ya sea con testimonio de identificación completa (martirialmente), para participar de la misma suerte de Cristo “Glorificación” (Lc 12,49-53).
- En cada Eucaristía, Jesús actualiza su entrega por nosotros, su bautismo de sangre. Igualmente, nosotros actualizamos nuestro propio bautismo, nuestra inserción en el misterio pascual de Cristo. Esto nos debe llevar a buscar siempre una identificación más plena con aquel que vino, vivió y se entregó por nosotros. También, hacer nuestro su deseo, que el fuego de su amor y de su Espíritu arda en todos los corazones de los hombres.