Vigésimo noveno del tiempo ordinario
CATEQUESIS SOBRE LA ORACIÓN (II)
La oración perseverante a la hora de la prueba
Lucas 18, 1-8
La oración en tiempos de crisis. “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (18,1). Jesús habla de la posibilidad de un “desfallecer” en la vida de oración. Un fenómeno de la vida de oración es que en algún momento se puede llegar a sentir cansancio. Es en momentos así cuando uno se expone a caer en la tentación de dejarla de lado. No nos referimos aquí a una especie de cansancio físico o mental, sino a algo más de fondo que puede abatir nuestro corazón orante: llegar a perderle sentido a la oración cuando notamos que no hay respuesta, cuando no se dan los cambios esperados y presentimos entonces cierta ausencia en nuestros asuntos del Dios que conocimos como Todopoderoso. Es duro tener alguna vez la percepción de que la realidad contradice lo que nuestra fe espera que suceda. Por eso es posible que lleguemos a lamentarnos: ¿Pero será que Dios es justo? ¿Entonces, en medio de tanta maldad e injusticia que constatamos en el mundo, por qué no se manifiesta? ¿Algún día habrá justicia? Los cuestionamientos pueden surgir también a nivel personal: ¿Por qué me va mal? ¿Cómo se explica que mis peticiones no tengan respuesta? ¿Será que verdaderamente le importo al Señor? ¿Valdrá la pena seguir creyendo en él? Hasta que bajamos la guardia y decimos: ¿Para qué seguir insistiendo en la oración? Es en situaciones como ésta cuando la “fe” flaquea, se siente cierto desconsuelo y como consecuencia la oración se viene al piso; porque al fin y al cabo, la oración es el ejercicio de la fe, ésta es como la llama que necesita del aceite de la fe para arder.
Jesús viene al encuentro de la crisis del discípulo. “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (18,1). ¿Qué quiere inculcar Jesús? Lo notamos en las tres convicciones que sostienen la nueva enseñanza sobre la oración: (1) Como lo indica esta primera frase del texto, Jesús parte de una realidad positiva: la oración –en cuanto tensión permanente del corazón hacia Dios- debe caracterizar la vida entera del discípulo en todo instante, no puede venirse al piso (18,1); (2) Mediante la oración perseverante en tiempos de prueba los discípulos –llamados aquí “los elegidos”- expresan su fidelidad (=fe que se sostiene). Con esta actitud ellos aguardan la intervención definitiva de Dios en la historia, cuando ponga todo en su lugar e instaure victoriosamente su Reino de Justicia (=la venida del Hijo del hombre; 18,8). (3) Para sostener esta esperanza, es necesario reforzar la confianza en Dios descubriendo su manera de obrar característica, la cual ciertamente es –como se muestra mediante una clara contraposición- muy diferente a la del juez terreno de la parábola (18,2-5.6-7). Los discípulos entonces tienen motivos para no bajar la guardia en la oración ni renunciar a su fe, ya que vislumbran cómo es el actuar de Dios. Como podemos ver el Señor no permanece indiferente ante los momentos difíciles de la vida del discípulo: ¡Jesús se pronuncia ofreciéndoles esta enseñanza!
El hilo conductor de la enseñanza es la “justicia de Dios”. Notemos cómo se va repitiendo la expresión “hacer justicia”: Dice una viuda al juez: “¡Hazme justicia!” (18,3). Reflexiona el juez: “Voy a hacer justicia” (18,5); Pregunta Jesús: “¿Dios no hará justicia?” (18,7); Responde él mismo: “Hará justicia pronto” (18,8ª). A veces, cuando queremos hablar del rostro de Dios que nos revela Jesús, por enfatizar la revelación del “Dios-Amor” rechazamos con aversión la idea de “Dios-Juez”. Si estamos pensando que “Dios-juez” quiere decir que él nos vigila para tomar nota de nuestros errores y aplicarnos el castigo merecido, a lo mejor tenemos razón. Pero no es esto lo que la Biblia quiere decir cuando nos presenta a Dios-Juez. De hecho el “amor” y la “justicia” no se oponen sino que se dan la mano: no puede darse el uno sin el otro. Cuando se presenta a Dios como juez en acción lo que se quiere decir es que él “hace justicia”. Precisamente porque Dios nos ama es que “hace justicia” interviniendo en los factores negativos que hacen de la vida humana una desgracia. Pero viene la otra cara de la moneda, el “hacer justicia” implica también el actuar positivo de Dios que restaura la vida del ofendido. A veces olvidamos esta dimensión positiva del “hacer justicia”. De hecho el actuar de Dios siempre está relacionado con su proyecto creador, el cual tiene como finalidad la vida, el crecimiento y la plena felicidad del hombre. La “justicia”, entonces, es el nuevo orden de cosas querido por Dios en el cual todos son tomados en consideración y se realiza el plan de salvación (con todas sus implicaciones).
“Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (18,8b). Finalmente el cambio abrupto en 18,8bc: desplaza la atención del comportamiento de Dios hacia la atención al comportamiento de los hombres, y así saca la última lección. El “Pero” contrapone la fidelidad de Dios con la fidelidad del hombre: ya está claro que Dios es fiel con el hombre, “pero” ¿el hombre será fiel con Dios? Puesto que el Hijo del hombre es la respuesta de Dios a la justicia que esperan sus elegidos cabe aquí el tema de la fe en Jesús. Se dice “la fe” (con artículo) como una manera de indicar el aceptar a Jesús y a su mensaje, por tanto describe una vida de discipulado. La perseverancia-fidelidad en el discipulado es lo que se requiere para acoger plenamente –en el momento indicado- la justicia final de Dios. Y en esto los discípulos tienen una responsabilidad histórica: su posible desánimo e inconstancia pone en juego el tiempo final en el que serán reunidos los elegidos. Pero también es verdad que el compromiso al cual los impulsa “la fe” (el mensaje de Jesús en el evangelio), llevará a que trabajen para que no haya más viudas tratadas injustamente –como la de la parábola- ni abandonadas a su suerte (ver Hch 6,1). ¡La fe mueve al compromiso por la justicia!